Una infancia desgraciada

Martín Ripalda nació el 23 de diciembre de 1933 en el precioso pueblo baztanés de Lekaroz, aunque de su infancia podría decirse cualquier cosa menos que hubiera sido idílica. Según los datos que amablemente nos facilita Rafael Ecay, administrador de la Casa de Misericordia, su madre, Juliana Vierges, falleció aún joven, dejando ocho huérfanos de corta edad. El padre, Ambrosio Ripalda Larumbe, se encontró de pronto solo y con una familia numerosa, procedente de dos matrimonios sucesivos, y se vio totalmente desbordado por las circunstancias. Según la documentación que obra en la Meca, eran varios los hermanos Ripalda que sufrían algún tipo de discapacidad, y a Martín en concreto le habían diagnosticado una oligofrenia que lo dejó anclado de por vida en la edad infantil.

Al cumplir los 21 años Martín ingresa en la Casa de Misericordia, donde permanecerá el resto de su vida. Según los archivos de la Casa, su entrada va precedida de una solicitud realizada desde la administración de los Establecimientos de Beneficencia de Navarra, donde se explica que “el muchacho” está incapacitado para trabajar. Y va acompañado de un breve informe médico, firmado por Federico Soto Yarritu, famoso psiquiatra y director del Manicomio Vasco-Navarro durante 41 años. En dicho certificado se dice que no padece “nada más que una oligofrenia, siendo su comportamiento muy bueno”. Y es que, efectivamente, Martín Ripalda, más allá de su retraso mental, fue siempre un tipo sin maldad, entrañable y bueno, una estrellica más en aquella constelación de niños grandes que en su día encontraron refugio y un hogar seguro en la Casa de Misericordia de Pamplona.

Inquilino de la Meca

El 25 de octubre de 1973, cuando Martín lleva 19 años ingresado en la Casa, se emite un nuevo informe, que nos aporta más datos sobre la familia. Se dice, por ejemplo, que el padre, Ambrosio Ripalda, carecía de medios económicos, que al tiempo del ingreso de Martín tenía a sus hijos en situación de “desorganización familiar”, y que incluso desconocía dónde estaban algunos de ellos. En el momento de emitir este segundo informe Martín no recibía ayuda alguna de su familia, y se añade que algún tiempo antes, en 1970, el propio Ambrosio había sido ingresado en la Misericordia, aunque posteriormente fue derivado al Hospital Provincial, donde todavía permanecía. Es decir que, al menos durante algún tiempo, padre e hijo coincidieron en la Meca.

Martín Ripalda era moreno, con el pelo cortado a cepillo, y tenía unos andares muy peculiares, casi como de desfile, ligeramente inclinado hacia atrás, braceando de forma exagerada y dando enormes zancadas con unas botas que a los críos del barrio nos parecían descomunales. A pesar de ese aspecto resuelto era extremadamente tierno y sensible y así, un día de San Fermín apareció llorando en la Meca, porque la bruja del tren Chu-Chú le había pegado con su escoba. La congoja no se le pasó hasta que el director de la Casa accedió a volver con él a las barracas, para reñir a la bruja.

Siempre parecía ir con prisa, aunque nunca dejaba de saludar a quien le saludara, niños incluidos. Y era muy conocida su afición a cantar, cosa que hacía como si estuviera en la radio y fuera locutor y cantante al mismo tiempo. Solía dedicar sus canciones a “las chicas guapas de Lekaroz”, y su repertorio tenía rancheras y temas clásicos como La manguera dónde está o La fiesta de Blas, aunque fue célebre la ocasión en que una monja le pidió que le dedicara una canción, y Martín le cantó, sin ningún tipo de malicia, La última noche que pasé contigo. Y aún lo recuerdo una tarde-noche de los años 70, en la esquina entre la antigua valla de la Casa de Misericordia y la calle Esquiroz, con una lata o bote en la mano y cantándonos a los críos del barrio un tema de desconocida filiación, cuyo estribillo decía más o menos así: “Ábime la peta, quineta note, ábime la peta pofavó, pofavó, pofavó...”.

Un niño grande

Y es que Martín Ripalda no perdió nunca su alma infantil. Cada año, en agosto, coincidiendo con las fiestas de San Bartolomé de Lekaroz, solía pasar unos días en casa de Clemente Garde Garbalena, a quien él solía llamar Tío Clemente. Y en cierta ocasión, animado por los asistentes al baile de la plaza, salió al escenario a tocar la pandereta con la banda que actuaba aquel año. Como recompensa los jóvenes del pueblo, encantados, le dieron ocho billetes de cien pesetas, un auténtico tesoro para él. Pasó un año y Martín, que no estaba dispuesto a dejar pasar un chollo así, salió de nuevo a tocar.

En aquella ocasión, no obstante, Martín se marchó a casa triste y compungido, porque el año anterior le habían dado ocho billetes y en aquella ocasión tan solo uno. Y no había manera de consolarlo, aunque Tío Clemente le explicó muchas veces que en aquella segunda ocasión el billete era... de mil pesetas. Quitando las fiestas de Lekaroz y algunos días por Navidad, Martín pasaba el resto del año en la Casa, y el administrador de la Meca solía mandarlo a la plaza de Toros para que se entretuviera barriendo alguna de las galerías interiores. En tales casos era frecuente que Martín se pasase por el aledaño parque de bomberos para almorzar con ellos. Ese hamaiketako, y alguna monedica que el conserje solía depositar en el suelo, estratégicamente colocada para que fuera encontrada por Martín mientras barría, constituían auténticos estímulos para él.

Las visitas de los Reyes

Si bien es cierto que era un personaje conocido, sobre todo en la zona de Abejeras, Rinaldi e Iturrama, Martín Ripalda obtenía protagonismo especialmente en las visitas de los Reyes Magos a la Meca, cada 5 de enero. Siempre escribía su carta a los Reyes, y se plantaba para las cinco de la tarde en la puerta de la Casa, para ser el primero en recibirlos. Durante años, cada 6 de enero, la prensa recoge la crónica de la visita Real a la Misericordia, y personajes como Martín o su amigo Uve se mencionan una y otra vez. Hemos encontrado referencias a Martín entre 1983 y 2009, con anécdotas como la de aquel año en que afirmaba con tristeza que no iba a tener regalo, ya que se había portado “un poco mal”. Ni qué decir tiene que Martín nunca se quedaba sin su detalle, aunque alguna vez se decepcionó, como cuando en el año 2004 no pudieron traerle la cabeza de kiliki que había pedido.

Por lo demás, registramos obsequios especiales como una bufanda de Osasuna, un paraguas eléctrico (sic), un sombrero mejicano, un transistor o un reloj, aunque, sabedores de la afición de Martín a cantar y a tocar con los musiqueros del pueblo, predominaban los instrumentos musicales, como un dibombo (un tambor), una armónica o unas txundas (platillos) con los que en 1990 decía querer acompañar a las peñas por San Fermín. Otra vez recibió un cassette con micrófono para cantar las canciones de Los Pitufos, y durante varios años le regalaron un acordeón, aunque Martín siempre cedía a la tentación de rajarlo, “para ver el hombrecico que hacía música dentro”.

El final

Con el paso de los años la imagen que la prensa refleja los 6 de enero nos presenta un Martín Ripalda cada vez un poquito mayor. Padecía frecuentes lumbalgias, que él definía como los “ataques de un vago”, y cuando se le preguntaba a ver qué tal se encontraba, contestaba indefectiblemente que “bien, ni pena ni gloria”. En 2006 la prensa reconoce que tiene achaques, y que sus garbosos paseos de antaño han cesado y apenas sale ya de la Meca. Murió un 30 de noviembre de 2009, a los 75 años de edad, y con él desapareció uno de los últimos niños grandes que habitaban las calles de Pamplona.

Personajes de infancias terribles y existencias difíciles, a menudo estigmatizados por su origen o por alguna enfermedad, como Pintamonas, Perico Alejandría o Zurikaldai, y personajes más afortunados, que encontraron casa y refugio en la Meca pamplonesa, como Uve, Perico el de la Meca o el propio Martín Ripalda. Como cada año, el 5 de enero de 2010 los Reyes Magos acudieron a su cita con la Meca, pero Martín Ripalda ya no salió a su encuentro. Y consecuentemente, sus majestades no pudieron hacerle entrega del último regalo que les había pedido en su carta: unas maracas.