Como en otros cien mil sitios antes, al supermercado de mi barrio han llegado las cajas de autopago en sustitución de las registradoras clásicas. Si bien, entre que no leen correctamente ciertos productos, un empleado ha de darte permiso para comprar bebidas alcohólicas y otros atascos varios, no sé yo. Los segundos de espera que ahorras, los inviertes en despotricar sobre beneficios empresariales y descenso en las contrataciones.
Cierto que la tendencia al háztelo tú mismo no es nueva. Hace ya mucho que nos acostumbramos a echar gasolina al coche, a comprar y devolver la ropa por internet, a sacar dinero del cajero y a pagar la matrícula de un curso sin que empleado alguno medie en estas actividades. Hasta Pamplona han llegado los restaurantes en los que pides a una pantalla la comida y un robot te la trae a la mesa. Volviendo a las cajas de autopago del súper, leo en este periódico que nos arriesgamos a un disgusto si pasamos los productos por un lector de código de barras, la máquina no escanea y nos acusan de hurto. Otro motivo para adorar semejantes avances. También leo que no son pocos los compradores que intentan engañar al sistema, cambiando el precio de las cosas o dejando productos sin contabilizar y que para evitarlo hay empleados que nos vigilan. No entiendo nada.