El pasado día 27 el Ministerio de Salud palestino informaba de que cuatro bebés habían muerto por hipotermia en Gaza y que era previsible que las muertes por esta causa aumentaran en los próximos días. Hoy, a 31 de diciembre, es más que posible que la cifra haya crecido.
Los informativos difundieron la imagen de un padre joven llevando en brazos el cadáver amortajado de su hija. Le acompañaba otro hombre. Un familiar tal vez, un amigo. Previamente, se veía a un médico confirmar que era imposible reanimarla. La niña se llamaba Sila y tenía tres semanas, un tiempo suficiente para que cualquier bebé instale sus rutinas o su falta de ellas, marque el horario de los mayores y empiece a resultar difícil recordar cómo era la casa antes de su llegada. En mi experiencia, tiempo de sobra para justificar varios apuntes en su libreta sanitaria, para protagonizar decenas de fotografías.
Mientras todo esto sucede, a la vez, me congratulo de corazón por cuanto nos va bien, respiro aliviada por lo que podía ser peor y no lo es, me empeño en conjurar todas las amenazas plausibles y en frenar la imaginación de las improbables, que inquietan igual y, de verdad, miro a este hombre contenido que parece acariciar a la pequeña y que más tarde contesta a la prensa con amabilidad y hago mala conciencia.
Y no se me ocurre otra cosa de la que escribir. La niña y su padre, que desde que empezó el genocidio habrá transitado del estupor a la indignación y a la desesperación, me llenan el campo visual. La mala conciencia es un laberinto y la autocomplacencia es una salida falsa. Otra es el olvido. Una tercera negar la responsabilidad. Aunque no queramos, convivir con esta realidad nos traspasa. Somos parte. Me entienden, ¿verdad?