Todos somos cuñados. O casi todos. En Nochebuena conté once sentados a la mesa. También cuñadas, claro. Contra la opinión últimamente asentada sobre esa categoría familiar, ninguno de los concernidos actuó conforme al paradigma del sabelotodo: el zumbón molesto que remata los comentarios de los comensales con un “ya lo sabía yo”, abunda en la explicación de un “yo lo haría así” cuando nadie le ha pedido su opinión o pome empeño en repetir la broma de todos los años al hilo del mensaje del Rey.

Nada de eso encontró sitio el día 24 en una mesa llena de platos, botellas y buen rollo. Y, ya digo, ahí había once personas con idéntica graduación. Cuento esto porque de un tiempo a esta parte, el cuñao ha pasado a ser objeto de chanzas en una reunión familiar, de empresa o de amigos, generando toda clase de exagerados chascarrillos, siguiendo la estela de los chistes sarcásticos del popular Comandante Lara sobre su cuñado Ramiro.

La figura del cuñao molesto ha desplazado del primer peldaño en ese imaginario popular a la suegra metomentodo –personaje objeto de comentarios tan lacerantes como injustos–, en particular si es la madre de la esposa o compañera. El protagonismo del sujeto también ha crecido al calor de las redes sociales, ha acuñado un catálogo de frases y hasta se ha apropiado del sustantivo cuñadismo (forma de nepotismo que favorece a los cuñados). La RAE incorporará pronto el nuevo significado. Si lo sabré yo...