Decenas de chicos de 15 años saltan sobre el tatami, cortan el aire con brazos como katanas y lo desplazan con sus patadas voladoras. Los han concentrado en un polideportivo de Madrid para el Campeonato de España de Kárate. Hay chicos morenos, rubios, delgados y fornidos. Por lo demás, constituyen una marea blanca sobre un tatami verde que recuerda al césped de cualquier jardín japonés. Pero es una competición y el nerviosismo ya se ha hecho sólido y se expande. Faltan pocas horas. Todos entrenan en un silencio atravesado por inspiraciones y espiraciones, parecen efectos de audio en una película de Jackie Chan. De ese colchón sónico comienzan a emerger los murmullos y las risas de un grupo.

Cada chaval ha pagado 150 euros por esa última preparación. Ellos, no. Tienen la suerte de vivir en la comunidad autónoma organizadora del evento. De pronto, sobre sus risas se eleva un grito hipohuracanado en una lengua que nadie entiende y que congela la escena. El grito procede del instructor, un hombre de acero con cejas y ojos negrísimos que incendian lo que mira. El traductor no está especializado en azerbaiyano pero hace lo que puede. El hombre lanzallamas brama que hay que ser disciplinado y agradecido por lo que se nos da. ¡Al suelo! ¡Rebotes y planchas! En un segundo la marea blanca desciende hasta el tatami verde y comienza a subir y bajar rítmicamente. Entonces el instructor se desanuda el cinturón negro y azota con furia cada espalda y cada culo.

Aquel hombre de acero es Rafael Aghayev, cincelado por la disciplina de las fuerzas armadas y el Club Central de Deportes del Ministerio de Defensa azerbayano, Cinturón Negro 5º Dan, capitán de la Selección de Kárate de su país, 38 medallas de oro internacionales, plata en los Juegos Olímpicos de Tokyo. Alguien ha escrito en la wikipedia que Aghayev tuvo que encontrar su lugar en la vida y eligió seguir a un padre entregado al deporte. Uno de los chavales de aquella concentración recuerda hoy cada segundo de lo que vivió.