Surgen cuestiones que cobran su pequeña importancia, músicas de fondo que llegan a la parte amable los telediarios y da la impresión de que se quedan ahí, en la mera curiosidad. Estos días hemos andado a vueltas con la duración percibida de enero. Que si se hace largo, que si se calcula (¿de qué manera?) que psicológicamente lo acusamos como si fueran cuarenta y cinco días, con casi un 50% más de probabilidades para la decepción, el sobresalto, el cansancio o la rutina más atragantada. El pobre enero, por tener, tiene hasta el peor lunes del año.

Leo que el contraste entre el ambiente festivo de diciembre y la normalidad posterior es la causa de este ¿síndrome? ¿dolencia? ¿alteración? y a mí, que no soy nada navideña, me parece una pavada infantilizante. Pero fíjense que sigo trasteando y encuentro una información relacionada, el 75 por ciento de los y las jóvenes menores de 35 años confiesa que la cuesta de enero afecta a su salud mental, que han sufrido o sufren ansiedad por motivos económicos. Eso ya me cuadra más. Hablamos de dinero y de supervivencia, no de villancicos. Añado que si tienen razones para sentirse así en enero nada hace pronosticar que no sentirán los mismo en febrero y que la juventud no es la única etapa vital afectada por este desasosiego.

Es curioso cómo tendemos a enmascarar las cuestiones relacionadas con la pasta. Construimos un imaginario con más de medio país añorando las luces de Vigo cuando en realidad lo que quiere es acabar un enero normal, de 31 días, con la luz y el gas pagados. Es como cuando vemos bares y restaurantes llenos y pensamos que al personal le va de lujo, que esto es un no parar, pero no vemos a quienes no van.