Hoy voy con lo mío. Me voy a hacer un Francisco Umbral. Sí, he venido a hablar de mi libro. Un embarazo ronda los nueve meses. Escribir un libro equivale a dos, tres, cuatro embarazos. En mi caso hubo una primera versión. Cambios. Una segunda. Cambios. Y una tercera. En esa estación decidí parar, porque en la creación, si quieres, no hay fin de trayecto. Hay que colocar una valla. La verdad es que viví el proceso como un gran viaje. Creo que los dos años que me llevó trabajar esta novela constituyen la única etapa de mi vida en que he conseguido levantarme a las 6 de la mañana feliz. Con el vaso del entusiasmo lleno hasta el borde. Con ganas de desayunar rápido para abrir el ordenador. Me lo apunté como un triunfo. No soy alondra, soy lechuza.

Me divertí, hasta llegar a reírme con lo que le ocurría a la protagonista. También abrí cajas que llevaban mucho tiempo cerradas. En algunas encontré talismanes que me acompañan desde que era una niña; en otras, situaciones difíciles, procesos personales complejos. En ese tiempo también ficcioné, claro, inventé experiencias a las que se enfrentaba la protagonista y que me hicieron llorar mientras las desarrollaba. Construí personajes que necesitaba para que se enfrentaran a ella o la ayudaran a descubrirse. Y ese río desembocó en El verano que aprendí a disparar. Hoy creo que este libro es un arma. Es una bola de cristal. Es un rayo de luz que no se apaga. Es sabor metálico y tierra en la boca. Es un homenaje a mi padre y a mi madre y a todas las personas que son como ellos, generosas, buenas, inteligentes. Las que no tuvieron la suerte de alcanzar lo que se merecían y por eso se esforzaron tanto para que nosotras, nosotros, lo tuviésemos. Esta es la historia de lo que guardamos al fondo, en el cuarto oscuro. De la luz de las primeras veces. De lo imprescindible de soltar lastre para volar. Creo que esta puede ser la historia de cualquiera, porque nadie sabemos de qué somos capaces hasta que la vida nos coloca al borde del abismo.