El presidente, que debe de haber encontrado una hucha olvidada en Moncloa, ha decidido que antes de 2029 España gastará el 2% del presupuesto en defensa. Así, de repente. Y uno se pregunta: ¿de verdad esta es la solución? O más bien, ¿cuál es el problema exacto que se supone que soluciona? Porque no es que haya habido un debate ni nada parecido: es el compromiso que la OTAN nos impuso hace tiempo pero que ahora toca cumplir con entusiasmo.
Si en 2023 ya nos dejamos más de quince mil millones de euros en gasto militar, esto significa que pronto serán más de veinticinco mil millones al año. No es calderilla. Y lo curioso es que, mientras nos cuentan que hay que apretarse el cinturón en educación, sanidad o pensiones, resulta que para armas y munición sí hay margen. No solo es cuestión de prioridades, sino de un mercado que hace negocio con cada conflicto y cuyas acciones suben cada vez que suenan tambores de guerra.
Y ahí estamos nosotros, comprando lo que nos vendan al precio que nos impongan. Lo más divertido –si es que tiene algo de gracia– es que casi dos terceras partes de ese dinero irán a inversores extranjeros, porque aquí solo somos buenos para pagar. Si al menos aprovecháramos el monopsonio (cuando solo hay un comprador) para nacionalizar parte de la inversión… Pero no: el dinero se irá a llenar los bolsillos de quienes viven de la guerra, mientras aplauden con las orejas cualquier discurso belicista. Decían que la guerra es la continuación de la política por otros medios. Pero lo cierto es que también es la continuación del negocio por los mismos de siempre. Mientras tanto, los de abajo pondremos el dinero y, si se tercia, también la sangre. Quizá haya que empezar a reivindicar algo más viejo y más sensato: la insumisión. A ver si alguien se atreve a decirlo en voz alta.