Vivimos en un mundo en el que mucha gente tiene serias dificultades para analizar un hecho en solitario, sentirlo y procesarlo, sin que interfieran en su análisis comparaciones, valoraciones, juicios de valor o cualesquier asunto. El jueves fallecieron cinco miembros de una familia catalana en un accidente de helicóptero en Nueva York. También el piloto. Un alto ejecutivo, su esposa y sus tres hijos, de 4, 5 y 11 años. Ante la tragedia, lo normal es sentirse compungido y triste, más si ves las imágenes de los cinco pasajeros del helicóptero, felices antes de subirse al mismo, desconocedores de que 20 minutos más tarde iban a perder la vida. Eso es lo normal, lo que te sale de dentro si aíslas el hecho, que, a mi juicio, es lo que hay que hacer: aislar los hechos, la gran mayoría. Pues aquí no del todo, aquí, básicamente en redes pero también en la sección de comentarios a la noticia en los medios digitales, enseguida se comenzó -algunos y algunas, por suerte no eran mayoría- a hacer referencia a la escala social de los fallecidos, a su nivel de vida, a “accidentes de ricos” y todas estas cuestiones, amén de “si fuesen cinco niños que mueren en el Estrecho ni salen en las noticias” y similares. Es obvio que hay un defecto –por escaso, a veces– de información acerca de las tragedias diarias que asolan a los habitantes más perjudicados del planeta, pero eso no convierte a los privilegiados del planeta –entre los que también estamos usted y yo– en meros números que cuando se matan en un accidente puedan ser tratados como si el hecho de tener dinero les despojase de su condición humana. Pues esto pasa, mucho, y, la verdad, da que pensar. Sucedió también con el avión que se chocó con un helicóptero en Washington. Se hacían memes y bromitas, por el mero hecho de transportar occidentales. Al final da la sensación que no empatizamos ni con los de arriba ni con los de abajo.
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