Seamos serios y asumamos sin sonrojo y con gozo que Trump da para mucho; para creer en los marcianos, fundamentalmente, si no fuera porque está al frente de la nación y de la economía más potentes, un país y una economía que ha decidido conducir sin frenos y que ha puesto al resto del mundo en medio del paso de peatones listo él para saltarse el semáforo. Con los aranceles congelados ahora durante 90 días –cuando se imprime esta edición que dirían los clásicos del papel–, esto es partida chunga en la que todas las cartas, todas las normas y todos comodines –las cartas en la manga también– parecen en un lado. Y si se trata de jugar –eso parece–, hacerlo a la ruleta rusa esconde el disparo para cualquiera.

Entre el fondo y las formas se va construyendo un personaje terrible, con decisiones tremendas, de consecuencias impensables. Esta semana, con smoking, resultó siniestro –adorable si fuese una velada entre vejetes desinhibidos– verle lanzar eso de que “los países me besan el culo”. Tampoco adoptemos ademanes mojigatos, pero la expresión –que te besen el culo– está entre las más casposas de la chulería, equiparable a la de “a ver quién la tiene más larga”, que en el fondo también forma parte de su programa de gobierno. Un país masculino, de blancos, como mucho anaranjados.

Trump no está solo en el circo y, entre dos de sus tipos más próximos han ofrecido otro momento glorioso. Musk diciéndole a Peter Navarro, asesor de Comercio y Manufacturas e ideólogo de la política arancelaria, “que es más tonto que un saco de piedras”, qué puede salir mal. “Los chicos discuten de sus cosas”, más o menos explicó la portavoz de la Casa Blanca. ¿Pero todo esto es real?

Lo verdaderamente preocupante es que este problema planetario acabe llegando de algún modo a la cesta de la compra, a los bolsillos, y que el probo y pobre ciudadano deba intentar rebuscar en sus cuatro euros para seguir viviendo, para seguir encajándose en una existencia en la que lo necesario o es inaccesible –la vivienda–, o no para de subir lo más cotidiano. Los marcianos, de siempre, han sido los malos.