Somos fuegos artificiales en la oscuridad, Lutxo. Ardes hasta que te apagas, viejo amigo. Aunque, en cierto modo, es maravilloso, ¿no es cierto? Si lo miras con buenos ojos, quiero decir. No obstante, Lutxo, a mí las semanas santas me traen recuerdos antiguos de una sociedad deprimida y sin fuerzas. Una tribu sometida por líderes de una catadura religiosa burda y autoritaria. En aquella época todavía no había ordenadores.
La gente no tenía que hacer nada especial para aburrirse. Lo hacíamos sin darnos cuenta. Un poco ingenuamente, admitámoslo. Estábamos todos aburridos, de acuerdo, pero de un modo analógico muy natural que no resultaba preocupante. El aburrimiento era tan cotidiano y tan doméstico que (visto ahora desde aquí), hasta da la impresión que podría suscitar cierta nostalgia, Lutxo, le digo. Pero no. De eso nada. Al parecer, esa clase de evocaciones idealizadas solo son engaños de la mente, que ya no sabe dónde buscar el sentido de las cosas. No obstante, las semanas santas de ahora son turismo puro y duro. Básicamente hostelería y viajes. Ahora ya todo es hostelería y viajes. Al parecer, la hostelería y los viajes, como símbolos de éxito y felicidad, se han convertido en la nueva religión social mayoritaria por excelencia, Lutxo, viejo gnomo, le digo.
Pero bueno, estamos ahí, un día más, en la terraza del Torino, Lucho y yo, observando el errático pulular de los pobres turistas bajo el cielo plomizo, y me suelta: Lo importante es que haya vino. Y tiene razón, una vez más, el viejo y reseco endriago de los páramos. Lo verdaderamente importante es el vino. En todo ritual sagrado tiene que haber vino, esa es la cuestión, de hecho. Porque en el vino está la verdad, supongo. Eso dicen, al menos. En la historia de la humanidad siempre nos ha acompañado el vino, le digo: nunca nos ha abandonado. Y me suelta: Esperemos que haya sido para bien.