Hubo un tiempo en que el 1 de mayo brillaba más que el sol. Eran tiempos de un obrerismo de clase sin fisuras. De unidades, lemas, pancartas y sindicatos que aún creían en la consagración de la utopía proletaria. Esos primeros de mayo confirmaban que la lucha de clases era el motor que movía la historia. Y eso nos tranquilizaba pues por ahí se colaba el futuro y hasta la esperanza.

Todo esto duró hasta que el trabajo mutó o desapareció, y las clases obreras fueron cada vez menos obreras y más precarias y el precariado se racializó y se feminizó y los empleos se disolvieron en partículas de angustia, frustración e inseguridad. El mundo global se volvió líquido y el capitalismo gaseoso. De un capitalismo basado en la mercancía, en los productos reales, hemos pasado a un capitalismo rentista basado en activos (fondos de inversión, fondos buitre, carteras de vivienda) cuyos ingresos se basan más en la extracción que en la creación de valor.

Este nuevo capitalismo rentista sostenido por una economía especulativa, está transformando la manera en que se aborda la desigualdad y la exclusión. Si antes las relaciones entre el capital y trabajo definían la cuestión de la clase, ahora es la posesión o no de vivienda lo que está generando nuevas dinámicas de estratificación social. Tanto, que el futuro de una persona cada vez está más determinado por la capacidad de ser rescatada por su familia vía herencia (Javier Gil).

Si Marx viviera hoy diría que los antagonismos se clase tienen mucho que ver con la economía que genera la posesión de vivienda y la explotación rentista de la misma. Así pues, si hubiera que inventar un lema para este 1 de mayo, bien podría ser: “Por una reforma inmobiliaria”. Una opción radical para transformar la organización de la propiedad inmobiliaria y redefinir su papel en la economía.

El jueves es 1 de mayo. Ese día en el Vaticano habrá mucha lucha de clanes pero no de clases. En eso, la historia no ha cambiado.