Quise entender qué había detrás del apagón. Se había demostrado que la vida nos iba en ello, esa vida que pendía de un respirador o de un viaje en busca del amor. Pero no pude. Si no era capaz de entender el recibo de la luz, cómo entender aquel galimatías que empezaba hablando de ciclos combinados y terminaba con la integración de grandes volúmenes de generación renovable. Imposible.

Entonces miré para atrás, a ese tiempo en que saltaban los plomos pues entonces la luz pendía de un hilo de cobre, tan frágil que se iba con la normalidad de un vuelvo enseguida. La luz era un asunto de Estado en transición al sálvese quien pueda. Ese salto lo inauguró Felipe González, un visionario para quien la claridad resultaba tan arrolladora que en 1988 empezó la privatización de Endesa.

Luego un tal Aznar remató la faena en 1998. Una vez cogido el gusto a la pasta fácil, España acabó convertida en un Monopoly: Gas Natural, Telefónica, Aldeasa, Tabacalera, Endesa, Repsol, Argentaria, Red Eléctrica pasaron a manos privadas. Y la vida de la gente acabó convertida en un negocio en nombre de la rentabilidad y la administración más adiestrada.

Y de aquellos plomos estos lodos. Y llegó el gran apagón. Todo un síntoma del gigantismo codicioso de nuestras economías. Todo dios daba explicaciones frente a aquella oscuridad. Pero la mayoría se perdían en debates periféricos y circunloquios tecnicistas. Otros, desde el lobby nuclear a la burbuja de las renovables, buscaban al gran culpable. Pero pocos han ido al grano. Antonio Turiel ha sido una excepción diciendo que si el regulador del sistema, Red Eléctrica Española está en un 80% en manos privadas, el problema, más que técnico, que también, ha sido que las empresas han primado sus ganancias a la estabilidad del sistema. Bueno, ahí lo tienen. Ahora busquen a la Hermandad de la Motosierra y dejen de comprar pilas. El mejor kit de supervivencia está en la fortaleza de lo público.