Para un pueblo tener escuela es saber que sigue vivo. Es vivir un presente con futuro, un valor seguro, porque apostar por la educación siempre lo es. Desde la ciudad cuesta imaginar aulas con tres niños y niñas de diferente curso o escuelas que se mantienen con escaso alumnado de edades diferentes; pero en las poblaciones pequeñas es una realidad con la que han convivido y conviven. Los pueblos que las tienen saben que mantenerlas es cada vez más complejo, por el descenso de la natalidad y por lo difícil que resulta que nuevas familias con niños se asienten allí por la falta de vivienda. Es bonito que un pueblo tenga escuela, y necesario que el arraigo educativo en la localidad o en la zona se mantenga lo máximo posible.
Quienes han ido a la escuela de su pueblo no lo olvidan, son experiencias que marcan. Tienen anécdotas únicas que se cuentan y se repiten. Para que no caigan en el olvido. Lo veo en mi entorno y me gusta escuchar esa manera diferente en la que han aprendido lo mismo o más que quienes fuimos a una escuela de ciudad. Hay quien dirá que es mejor un centro grande, que cuantos más niños/as más facilidad para relacionarse y quizás sea así, pero lo que es una realidad es que en esos centros rurales se aprenden muchas cosas, más allá de los contenidos que se imparten. Beire, un pueblo con una escuela rural que se enfrenta a un futuro incierto, ha acogido un encuentro de doce escuelas rurales de la zona con más de 500 estudiantes y 105 docentes unidos no solo por una opción educativa, sino también por una manera de vivir, en la que la educación es el motor de un pueblo vivo.