Tengo amistades afines a esa izquierda a la izquierda del PSOE, esa izquierda exquisita, íntegra, sin fisuras que hace años recitaban antes de dormir la tesis 11 de Marx sobre Feuerbach: “no se trata de interpretar el mundo, sino de transformarlo”. Hoy esas amistades, a sabiendas que el pragmatismo sanchista se impone como el mejor de los males, aplauden, cuando menos, las genialidades del equilibrista Pedro Sánchez. No pasa nada. Salvo que esas gentes, y más, han huido de un lugar que se ha llenado de orfandad. Un lugar sin epifanía, vaciado de ilusiones, un lugar atrapado entre el continuismo adaptativo y la aspiración transformadora que va perdiendo fuelle. Y sí, reconocen que la progresiva pérdida de agencia, la horrible sensación de no hacer lo suficiente frente al genocidio palestino, la voracidad del capitalismo, la violación sistemática de los derechos humanos y su justificación por una ultraderecha caníbal que se teme su llegada, la progresiva descapitalización del Estado del Bienestar y la creencia que antes llegará el fin del mundo que el fin del capitalismo, influyen en esa sensación de estar viviendo un gran naufragio civilizatorio.
Una de esas amistades afirmaba que, frente a la catarata interminable de análisis teóricos sobre la coyuntura política que sacude tanto a la izquierda clásica, la que quiere convencer, como a la izquierda populista, la que quiere seducir; le resultaba imposible encontrar una sola pista para orientarse en el combate político actual. En esos discursos, decía, apenas hay conexiones reales con los cuerpos vividos y sufridos por las gentes a las que la izquierda se dirige.
Qué hacer, se preguntaba, para ir más allá del estatus institucional, lograr arraigo social y seguir siendo agente de cambio trasformador. En definitiva, ¿hay todavía vida para una izquierda que quiera cambiar el mundo, aunque el mundo no se deje cambiar?