Así recibo yo al novato quejumbroso: ongi etorri! Me refiero a quien llega detrás de uno a engrosar supuestos colectivos fóbicos, y no con una adhesión entusiasta, sino empujado a las bravas por los encasilladores. Lo cantaba La Polla hace cuatro décadas –¡Socios a la fuerza!–, y si entonces nos clasificaban unos hoy lo intentan los contrarios. Lo está padeciendo ahora, con la polémica de Bernedo, gente que quizás nunca había sido premiada con el sambenito de fascista, machista o racista, o que incluso había participado en anteriores marcajes de ganado, adjudicando alegremente tales distintivos al vecino. De pronto alguien te tacha de transfóbico. ¿A que lo flipas?
Por lo visto ya somos legión los que sin enterarnos odiamos a un grupo sexual, social, lingüístico, religioso o cultural. Al parecer ignoramos el alcance de un odio del que creíamos carecer. Nunca se conoce uno del todo. Y si ya denota bastante vaguedad confundir la discrepancia en ciertos debates con una fobia inexistente, los señaladores han saltado de la pereza neuronal a la fantasía vanidosa, pues te encasquetan un odio hacia quien jamás ha estado en tu lista de pros y contras. Vamos, que “desde el respeto” te daba igual, ni fu ni fa.
Volviendo a Bernedo, sin duda no falta gentuza soltando barbaridades. Aun así, la mayoría cabreada no piensa en trans ni en fobia ni en derecha ni en izquierda ni en vascos ni en españoles: piensa en niños y niñas, y en el jaleo de las duchas. Reducir su preocupación a prejuicio y su indignación a ramalazo facha es una muestra insultante de holgazanería. Pero, en fin, será que el odio –¡otro más!– nos rebasa, y aquí con estos pelos.