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Mundo raro

Mundo raroPontus Lundahl | AP

Un año más está aquí el Premio Nobel de Literatura, que se falla este jueves en Estocolmo. Desde que en 2016 lo recibiera Bob Dylan ya no tengo capacidad de pedirle nada a la vida en este plano surrealista del universo, aunque, yo qué sé, de los autores vivos no me importaría que lo ganasen –aunque sé que es imposible– gente como Bryce Echenique o Baricco, por citar a un par que me han dado excelentes ratos como lector. Más que nada porque los que leo como favoritos en las apuestas son totales desconocidos para mi y, para más inri, la Academia Sueca finalmente suele dárselo a gente aún más desconocida, así que cada año leo un nombre completamente nuevo para mi cerebro. Pero más que a esto del desconocimiento a donde quiero ir un poco a parar es a lo arbitrario y extraño que es que a estas alturas de la historia se sigan teniendo tan en cuenta estas cuestiones tan subjetivas como es el caso de que unos señores y señoras se junten unos días para dar un nombre y que ese nombre pase ya sí o sí a la historia de la literatura con letras de oro, sus libros a la primera fila de los escaparates de las librerías de medio planeta y que millones de lectores que desconocían su existencia se inmiscuyan en sus obras.

Por un lado, claro, es una maravilla que eso sea así, desde el punto de vista de proyectar de manera bestial una carrera apenas reconocida y que a su juicio merece ese fulgor y universalidad, pero por otro lado es tan profundamente subjetivo e injusto mentar a uno o a una en detrimento de tantos cientos y miles que no dejas de preguntarte qué sentido tiene el enorme valor que se le da al hecho de ganar el Nobel. Claro, por supuesto, para cualquiera ganarlo imagino que es el summun de su vida, normal, pero fríamente pensado no deja de ser un cónclave –con perdón– de unos pocos de entre miles de expertos que hay y para de contar. Un mundo muy raro este en el que vivimos.