Ocurre con casi todo lo nuestro, sea jaleo propio o conflicto importado: no tarda en imponerse un paisaje que de hecho aplasta la discrepancia. El cortapedos crispa. Sucede, por supuesto, en el espacio festivo, donde se asume el negro con tanta normalidad que hasta lo confundimos con el arcoíris: “Pancartas políticas de todos los colores en Donostia. Los mensajes de GKS, Ernai o Jardun conviven en el muelle con reivindicaciones feministas y propalestinas”. Eso leí en agosto. Sin duda en verano es extensísima la pluralidad de la paleta vasca. Para qué añadir una reivindicación chirriante. No molestes.
Pasa también en muchísimos foros, donde el precio a pagar por salirte del carril suele ser social y profesionalmente caro. Mantén, por si acaso, los amigos de siempre. Por fortuna ya nadie te pega un tiro por opinar, pero estamos lejos de conformar un ágora sana. Dile a un judío común –no a uno que piense precisamente lo que esperamos que piense, o sea un fanático o un antisionista– que vaya a una tertulia de la tele, y ya verás qué ganas tiene. ¿Se imaginan a un vecino que en un arrebato suicida defienda en público el Tren de Alta Velocidad, el modelo A o la energía nuclear? No, no digo a un diputado: a un simple paisano.
A llorar, a la llorería, replicará alguno. O ancha es Castilla, que ordenara aquel. El problema de la ficción, y tamaña uniformidad es una y muy grande, es que te convierte en un chupito a rebosar de ti y los tuyos, y puedes acabar creyéndote el vaso más grande, y hasta el único, de la licorería. Mientras te dure el espejismo, que aproveche. Y ánimo luego con la resaca.