Volver a escribir sobre la estupidez mantenida del cambio de hora estacional, algo que he hecho con cierta regularidad en los últimos treinta años de vida de esta columna, hace que me sienta en un déjà vu casi tan pertinaz como la sequía de los tiempos del franquismo o las columnas antitaurinas de Manuel Vicent, salvando las distancias con el gran escritor. Porque no se puede aportar demasiado a un debate que tampoco es tan racional ni argumentado sino que nace, más en esta época de la fluidez superficial, de deseos que se expresan sin pensar demasiado. “A mí me gusta...” y luego lo que sea.
Pues no, no va de eso. Porque fuera de toda duda un horario mantenido durante el año evita los problemas de los cambios estacionales de hora, con efectos en logística, salud, atención y esos pequeños detalles cotidianos como cambiar el reloj del coche, del horno, esas estupideces a que nos condenan dos veces al año.
El conocimiento de los ritmos circadianos y su frágil equilibrio, tan relacionado con la salud física y mental, aporta suficiente evidencia científica: mejor mantenernos cerca del horario natural del sol, porque en el fondo y a pesar de las bombillas y de la televisión, los humanos somos criaturas diurnas desde siempre y bastante alteramos nuestros ritmos como para incrementar el riesgo.
Es cierto que con eso del interés político por mantener el estándar europeo de horario, podríamos quedarnos en la hora por delante del sol que ahora hemos vuelto a enganchar, lo que se llama horario de invierno. El mal menor, digamos.
Pero la revolución pendiente, la que no se va a hacer, es la de cambiar el horario de trabajo, de ocio y de vida social, primar la conciliación en todos los niveles socioeconómicos, sobre todo repensar el prime time que condena a la nocturnidad a gran parte de la masa laboral que así dormirá poco y mal. Y ahora con horarios cambiados.