El 25 de noviembre se cumplen cuarenta años de la detención y muerte de Mikel Zabalza, una herida que sigue abierta en la memoria de Euskal Herria y que el Estado español continúa sin cerrar. Cuatro décadas después, la historia de aquel joven navarro, detenido en una operación antiterrorista contra ETA y hallado días más tarde muerto y esposado en el río Bidasoa, sigue envuelta en un silencio institucional que resulta insoportable. La versión oficial afirmó que Zabalza escapó de sus custodios y se ahogó al intentar vadear el río. Un relato que desde el primer día resultó inverosímil para la sociedad vasca: Mikel no sabía nadar, y el hecho de aparecer esposado en el agua generó una desconfianza inmediata. Para buena parte del pueblo vasco, aquella versión era un burdo intento de encubrir lo que casi todos sospechaban, que Zabalza había muerto bajo tortura durante su interrogatorio en dependencias de la Guardia Civil, en Intxaurrondo. Como él, su novía Idoia Aierbe, y Jon Arretxe, los tres sin vínculos con la organización terrorista, también padecieron el mismo tormento, seguramente, causa de su prematura muerte. Cuarenta años después, este episodio sigue sin haberse despejado. Ningún gobierno del PP ni del PSOE, ninguna institución del Estado, ningún mando de la Guardia Civil ha contribuido a su esclarecimiento. La opacidad es total. Los documentos oficiales continúan clasificados bajo una Ley de Secretos heredada directamente del franquismo, una norma anacrónica que permite que episodios como este permanezcan en la penumbra, lejos de la rendición de cuentas que exige una democracia madura. En Euskal Herria, el caso Zabalza se ha convertido en un símbolo de un tiempo en el que la tortura, según numerosas denuncias sociales y testimonios recogidos a lo largo de los años, no era una anomalía, sino una práctica arraigada en estructuras del Estado que nunca fueron depuradas tras la dictadura. La infamia no es solo lo que ocurrió en aquel cuartel, sino los cuarenta años de silencio y burla a la verdad que han envuelto su muerte. Y sin verdad no hay justicia, reparación ni memoria. Este aniversario no debe ser solo una evocación triste. Debe ser una nueva ocasión para volver exigir el total esclarecimiento de lo que ocurrió, para que la verdad popular se convierta en verdad oficial. El Estado español tiene la obligación democrática de afrontar de una vez su pasado y permitir que la luz sustituya, por fin, a la sombra.