EL despliegue retórico de Mark Rutte, secretario general de la OTAN, invocando como ha hecho esta semana el fantasma de las guerras que sufrieron “nuestros abuelos y bisabuelos” en el siglo XX para forzar a los Estados miembros a incrementar su inversión militar constituye una apelación al miedo más que un razonamiento sostenible. No puede pasarse por alto la actitud tristemente servil y aduladora de Rutte hacia el expresidente estadounidense. Su disposición a seguir la línea marcada desde Washington reproduce una relación asimétrica que Europa está obligada a revisar sobre la evidencia de que Estados Unidos ha dejado de ser un aliado estratégico. La renovada Estrategia de Seguridad Nacional de Estados Unidos es una prueba fehaciente del desprecio con el que mira Trump a la Unión Europea. Utilizar como hace el secretario general de la OTAN el recuerdo de la devastación causada por las guerras mundiales en el contexto de la invasión rusa de Ucrania para justificar esa orientación es una operación demagógica. La Primera y la Segunda Guerra Mundial dejaron un continente destruido en términos humanos, morales y materiales. Y fue, en gran medida, responsabilidad de los mismos países que hoy constituyen el núcleo de la UE. Europa se construyó precisamente para evitar que la tentación del enfrentamiento y la lógica del poder volvieran a imponerse. Por eso, la evocación del pasado debería servir para reforzar la diplomacia y el diálogo, no para justificar un giro hacia la militarización. Resulta preocupante también el silencio de las instituciones europeas ante la amenaza explícita hacia los valores e identidad de la Unión Europea que expresa la nueva estrategia de seguridad de Estados Unidos. La ausencia de una respuesta europea clara abre la interrogante de si la UE está aceptando de facto un marco estratégico ajeno a sus valores fundacionales. El europeísmo se ha sostenido en la defensa de los derechos civiles, la primacía del derecho internacional, la cooperación multilateral y la convicción de que la seguridad no se limita al ámbito militar. La defensa es imprescindible, pero no puede convertirse en el vector exclusivo de su acción exterior. La seguridad de Europa no se construirá con más armas, sino con más diplomacia, más cohesión interna y más capacidad para actuar en función de sus propios principios. Esa es la lección que el siglo XX dejó escrita con la sangre de millones de antepasados.
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