El sábado por la noche llamaba la atención los pocos móviles que se veían en las manos del multitudinario público del último concierto de Gatibu, que ETB retransmitía en directo desde Bilbao. Increíble. 14.000 marcianos en el Bizkaia Arena.

Gente de todas las edades que acude a un evento de estas características nada más que para cantar, bailar y pasarlo bien, sin sentir la perentoria necesidad de retransmitir, a amigos, conocidos, seguidores o el mundo en general, dónde estaba, qué estaba haciendo y qué guai era todo eso. Tengo mi cierto enganche al móvil, y no me gusto. No me gusto, tampoco estéticamente, de forma que procuro cortarme cuando estoy con otros, sobre todo con mis nietas, o ando por la calle. Se me hace duro ser uno más de esos ya casi mayoritarios viandantes a los que ves circular por la vía pública mientras miran su celular o conversan con el pinganillo, ajenos a todo y a todos, no sólo gente sola, también parejas, padres y madres con niños y hasta grupos enteros absortos cada uno y una en su pantalla. Cada vez hay más especialistas del mundo educativo que piden volver a los libros y el bolígrafo, como única forma de revertir el retroceso en competencias y contenidos que la irrupción de los dispositivos digitales en la enseñanza está provocando en las aulas. Pero no es solo eso. Los dueños de las redes sociales no son neutros y sus algoritmos tampoco.

Tenemos ya datos suficientes para saber que generan gente más estúpida, más desinformada, más superficial, más facha, y que están haciendo a muchos de ellos más machistas y a muchas de ellas más sumisas. Sin hablar del contenido que perjudica la salud física y mental y el bienestar de los más jóvenes, en Australia han decidido cortar por lo sano: desde la semana pasada los menores de 16 años tienen prohibida la entrada a estas redes. No veo aquí a ningún político ni política sugiriendo algo mínimamente parecido. Ya vamos tarde.