¿Cuántas cosas caben en un día? Esa es una de las preguntas que una se hace después de leer un libro como Mil cosas de Juan Tallón. Una novela “acelerada” sobre la vida vertiginosa en la ciudad. Lectura regalable y muy recomendable. Un relato de apenas 24 horas en las que no se desconecta ni un segundo de la realidad, con un continuo ir y venir de un sitio a otro encadenando todo tipo de tareas. Agotador.
Es un reflejo de cómo vamos llenando nuestro tiempo sin ser del todo conscientes, como hacemos que una cosa suceda a la otra sin pausas, como un texto sin espacios, como una canción sin silencios. Parece que hasta respirar se olvida en esa vorágine cotidiana. Y pasamos de un tema a otro, de una pantalla a la siguiente. La cabeza se llena de esas cosas que hay que ir haciendo y mientras haces una, ya está pensando en la siguiente. Y vamos llenando ese zapato del tiempo, como si el tiempo fuera algo que se pudiera estirar o moldear.
Da la sensación de que vivimos atropelladas por nuestras propias decisiones. Y luego está la frustración de sentir que no se llega, de no querer perderte nada, aunque luego no recuerdes lo último que hiciste. Algunos lo llaman el síndrome de la vida ocupada, esa sensación de no poder parar de hacer algo. Con lo bien que se está cuando una decide no nacer nada. Porque no hacer nada a veces es hacer mucho.
Es detenerte, pensar, sentir que tienes tiempo, que lo puedes usar o perder, pero que no se escurre, que te pertenece. Es decir no, cuando conviene decirlo, porque siempre hay síes esperando. Es ponerte, por ejemplo, el vídeo de Cultura Inquieta, Que vivan los pueblos, de la actriz navarra, Edurde Pena Elizondo, para ver si realmente sientes que tienes ese lugar en el mundo que te hace parar y ser lo que quieres ser y desde ahí decidir y actuar. Y entonces sí, darte cuenta de la suerte que tenemos de ser de pueblo y pertenecer de alguna manera a ese lugar que nos recuerda que el tiempo no es el que va lento o rápido, sino nuestra vida, y podemos elegir a que velocidad vivirla; para no dejar que te pase por encima, sino que sientas que la conduces tú.
No se trata de idealizar la vida en los pueblos, que también tiene lo suyo, frente a la ciudad, sino de asumir sus distintos ritmos. Sin renunciar a hacer las cosas verdaderamente importantes, eligiendo y rechazando, sin sentir que no llegas, dejando espacios para que unas no se choquen con otras. Recuperar la esencia. Ser lo que queremos ser. Dejar de hacer mil cosas.