Mal momento para examinar creencias ese de la mañana de Nochebuena; sin embargo, las dos testigos de Jehová desafían cualquier tipo de resistencia: pulsan los timbres, aguantan el primer bufido incómodo, extienden un pequeño papel con el que invaden el espacio físico y doméstico, sostienen la mirada una décima de segundo que es determinante para entablar comunicación y arrancan con su propósito.
Una de las mujeres rondará los 40 años; la otra pasa de 50. Tienen enfrente a alguien con tanta paciencia que hasta atiende las intempestivas llamadas telefónicas de quien oferta servicios inmejorables a precios sin competencia. Pero esta mañana la pregunta que rompe el fuego es tan corta como compleja: “¿Cree en Dios?”. A medio vestir, la interlocutora del otro lado de la puerta resuelve el enigma con algo tan improvisado como cierto: “Lo siento, pero tengo que preparar la mesa para una veintena de personas”. Se la ha puesto votando al otro lado de la red: “¿Y qué celebran esta noche…?”.
La bola vuelve lenta, con poco peso, a media altura, imposible fallar: “Celebramos el poder reunirnos toda la familia, recibir a quien vive lejos, recordar a los que no están, brindar porque estamos vivos…”. Las dos mujeres no insisten: fin de la conversación. Sobre la mesa del hall queda el papel que usaron a modo de tarjeta de presentación. Trae un mensaje subrayado en negritas: ‘¿Viviremos algún día sin tristeza ni dolor?’. Yo espero que no; la tristeza y el dolor son parte consustancial de la vida, con Dios y sin Dios. También en Navidad.