Me considero cristiana y perdonar es mi lema, ya que no se puede ser feliz si alimentas sentimientos dañinos en tu corazón. Sin embargo, algo dentro de mí se rebela cuando aparece la noticia de que una nueva víctima pasa a engrosar el listado de esta locura sin fin que es la violencia machista. Cada vez que una vida es cruelmente cortada, revivo en mí la tragedia, cada bofetada, cada humillación, cada amanecer sobresaltado, cada anochecer plagado de angustia, cada lágrima derramada, cada falsa esperanza esperando inútilmente que él cambiara...
Van pasando los días, las semanas, los meses, los años... y todo continúa igual. El maltratador pasa de las leyes, sigue triunfando, imponiendo su santa voluntad. Los políticos se limitan a salir en la prensa, lanzan cuatro parrafadas y una muestra de condolencia hacia los familiares de la víctima de turno, dejando atrás un reguero de huérfanos, de hogares rotos, de personas que, como yo, ya no creen en la justicia.
Por suerte me considero afortunada por no haber caído en el intento de ser una persona ¡libre! A pesar de que el verdugo sigue feliz y como si la cosa no fuera consigo, disfrazado con una personalidad, que yo, que he sufrido en mis carnes su tortura, no llego a creerme.
Mientras en los hogares, desde la infancia, no inculquemos a nuestros hijos la igualdad, seguirá la violencia, el machismo... Mientras en las escuelas no se tomen en serio el acoso, mientras que las mujeres no sepamos distinguir dónde acaba el amor y comienza el derecho a ser consideradas posesión del otro, no habrá igualdad de género, mientras los políticos no tomen medidas drásticas ni apliquen el ojo por ojo diente por diente, seguiran las vejaciones y, sobre todo las muertes. Desde estas líneas comparto el dolor de todas aquéllas que están sufriendo o han sufrido como yo.