Las noticias sobre la nueva Libia siguen llegando y sorprenden e incluso asustan a los países democráticos que pretendían que tras una guerra civil se produjera un idílico periodo transitorio que llevara a la democratización absoluta del país. Sin embargo, muchos no tenemos claro si estos dirigentes, que ahora se sorprenden de la situación radical en la que se encuentra Libia, se hacen los despistados o realmente lo están. Cuando defiendes que un pueblo construya un nuevo estado sobre la sangre, y encima esa sangre es de alguien que fue tu amigo no demasiado tiempo atrás, se une la incoherencia política más absoluta con la radicalización de los nuevos dirigentes. EEUU ha admitido haber vendido armas a los rebeldes y Hillary Clinton demostraba esta semana su poca capacidad política e intelectual al reírse delante de los periodistas del asesinato de Gadafi.

Parece que queda claro que Gadafi es otro líder que se les va de las manos a los países occidentales, que después, aterrorizados con el monstruo que han construido, deciden armar a unos grupos de la sociedad apenas alfabetizados para que les haga el trabajo sucio. Esto, que parece un sórdida versión de las novelas de Mario Puzo, es la política internacional que se desarrolla actualmente basada en dos principios: convencer a la población de que un personaje, llámese Sadam, Osama o Gadafi, encarna en sí mismo todos los males del mundo, y segundo, convertir a los culpables de que ese asesino tenga poder en los héroes creadores del mundo libre. No se puede apoyar el asesinato de Gadafi, principalmente por la maldad intrínseca que conlleva la acción, pero también porque no es posible desarrollar estados plenamente democráticos sobre una tierra manchada de sangre.