Le dolía mucho el pecho, era funcionaria de las que funcionan, pues trabajaba sin cesar en su puesto de secretaria en aquel penoso departamento. No estaban muy contentos los trabajadores estatales. No sólo no les subían el sueldo ante una vida que aumenta los precios sino que además se lo habían bajado y les imponían más días y horas de trabajo. Se sentían estafados, porque cuando estudiaban oposiciones para ganar ese puesto laboral, el contrato no era ese. Los gobernantes lo cambiaban unilateralmente, rompían así el pacto hecho, y luego pretendían que trabajaran más o mejor. Ahora se hacían las cosas con desgana y se rebelaban no poniendo emoción alguna o empeño en sus labores. Pero su pecho seguía ahí con ese misterioso y temible bulto, sin abandonarla, sus lindos senos que tanto habían gustado a su marido, antes de que la abandonara por otra. Los niños la reclamaban al salir del colegio, y las labores caseras, la limpieza, las comidas... El precio de su humilde hogar en esa ciudad se tragaba cada mes la mayor parte del salario, tenía lo justo para vivir, sin poder ahorrar. Y el zorro de su marido no pasaba pensión porque estaba en paro y desaparecido. Sus peores temores se cumplieron. El cáncer estaba ahí. Las bajas laborales por enfermedad, a partir de un mes, según la última y caritativa ley, le recortaban el sueldo a la mitad. No pudo pagar el piso y se vio en la calle y con sus hijos llorando, abandonada. Bendito país.