No puedo dejar de sentirme encerrada, aunque tengo el cielo por techo, puedo ver la línea del horizonte, el firmamento en todo el esplendor de luna llena, de las constelaciones que se muestran con una nitidez extraordinaria, de las magníficas puestas de sol, de los amaneceres incomparables.

Además, se oyen las risotadas de los juegos infantiles, sus ires y venires velocísimos, su balón entre pies descalzos y de color blanco así como sus piernas.

Pero insisto, encerrados, porque estoy hablando de un suelo de tierra y piedra que convierte en ceniciento todo lo que toca, la Hammada argelina, donde están hace ya 36 años encerrados y olvidados por las altas instancias una población, casi como la de Pamplona, que espera, pacífica y pacientemente, que se produzca el milagro de volver a su tierra, Sáhara occidental, porque, como Moisés, algunos que la vieron y otros más que han nacido ahí, tampoco la pisarán pues no tendrán tiempo para contarlo. Aldabonazo a los hombres de buena voluntad: no los dejéis más en esa cárcel sin muros y sin agua de la que no pueden salir.