Zarismo-leninismo
Los sucesivos gobernantes de Rusia (que nunca ha gozado de un régimen verdaderamente democrático) han tenido en su mayor parte una marcada tendencia imperialista. En la época de los zares lo hicieron manipulando la religión, de forma que la Iglesia ortodoxa se convirtió en un dócil instrumento al servicio del Estado. Así llevaron sus conquistas hasta el Mar Negro, el Cáucaso, Siberia e incluso comenzaron a colonizar Alaska.
Posteriormente, y bajo el disfraz del comunismo, continuó esa política. Aún conservan la región de Kaliningrado, que hasta 1945 estuvo habitada por personas de otras etnias. Tras el desplome de la URSS, las estatuas de Lenin trataron de ser mantenidas en los antiguos territorios por la población de origen ruso, con un objetivo fundamentalmente nacionalista. Así se ha realizado una amalgama entre la simbología de la época zarista y la estética del marxismo-leninismo (que durante siete décadas fue la ideología oficial). Resulta ridículo, digno de una película cómica, aunque las consecuencias no lo hayan sido tanto.
Porque Putin ha impulsado campañas militares en Chechenia, Crimea Ucrania y otros lugares. Además, y junto con el Estado Islámico, es uno de los máximos responsables de la guerra que desangra a Siria. Él calificó como gobernante “legítimo” a Bashar al Ásad, el cruel dictador que sucedió en el cargo a su padre. De no haber sido por el apoyo ruso, hubiera sido desalojado del poder hace años, tras las manifestaciones de la primavera árabe.
Hoy, cuando son precisos gobernantes que hagan frente a las amenazas globales, entre ellas la del cambio climático, Putin (ese antiguo policía del KGB) es la persona que más negativamente influye en la política internacional. El mundo necesita, desesperadamente, una Rusia democrática.