El 31 de enero se cumplió un año desde que falleció una de las personas que más quería y con quien tenía una gran confianza. Era mi padre. Murió con la edad de 74 años. Igual hubiera muerto de todas maneras, pero no tuvo la oportunidad de poder luchar contra el cáncer que padecía, uno de los más agresivos.
Digo oportunidad porque cuando le fue detectado el cáncer ya estaba muy avanzado y con metástasis. Y no porque no acudiera al médico, que sí lo hacía, sino porque tenía una confianza ciega en su médico de cabecera. Mi padre acudía a la consulta y le explicaba lo que le sucedía y el médico, si es que puede llamarse así, jugaba a los doctores y le decía que todo estaba bien. Fue incapaz de mandarle a un especialista; incluso él mismo le hacía las exploraciones correspondientes a un médico especializado. Esto se prolongó durante años en el tiempo y cuando mi padre le exigió que le mandara a un especialista, porque tenía síntomas y además una edad, ya fue demasiado tarde.
Era una persona muy activa, hacía deporte, era feliz con su pequeña huerta y adoraba a sus nietos. El padecimiento de la enfermedad fue terrible y muy doloroso ya que no lograron aplacarlo ni con todos los tratamientos paliativos.
Mi agradecimiento a cuidados paliativos del hospital San Juan de Dios y al Hospital de Navarra. Y mi rechazo al Centro de Salud de Villava por la mala atención recibida en este caso y en especial a los médicos que se ocuparon. Fue una negligencia, pero todos los errores los tapan y no pasa nada. Ellos siguen ejerciendo como si no hubiera ocurrido nada. Qué fácil es jugar con la vida de los demás.