fue venturoso el día en que nos liberamos de la falacia e irracionalidad de tantos dogmas -del firmamento eclesial o político-. Un auténtico deleite, puro oxígeno para el espíritu.

Desde entonces, me resulta imposible ocultar mi aversión hacia todo elemento: hombre, sistema o institución, empeñados en generar tabús, supersticiones, leyes intangibles?

Hemos vivido demasiados lustros acongojados con éticas tridentinas, con engendros y conceptos políticos tan fascistas como inmutables? Fruto de ello, el Reino de España, ya desde “tiempos gloriosos”, nos regaló en excelso parto, sus “violetas imperiales”: la sagrada unidad de la patria, constituciones intocables, monarquías impunes etcétera.

¿Pues qué de sagrada puede ser una constitución, una monarquía, esa unidad patria? la del “destino en lo universal”?

Con la Declaración de los Derechos Humanos, al ciudadano se le abrió un mundo tan nuevo como liberador. Conceptos como el derecho de conquista, origen divino de las monarquías etc, pasaron a mejor vida. O debieron de pasar, como imperativo insoslayable de tan evidentes derechos humanos?

En virtud de tales derechos, sería -o debería ser- la voluntad de la mayoría ciudadana, expresada en las urnas, la fuente de todo derecho. Nada, ni nadie: constituciones, leyes, monarquías, fuerzas armadas, instituciones religiosas etc, deberían anular la palabra y los deseos de la mayoría ciudadana.

Los políticos -dóciles y sumisos a las instancias financieras- nos aburren con invocaciones constitucionales. Se rasgan las vestiduras ante la ciudadanía cuando ésta se enfrenta a leyes irracionales, como la de impedir -por ejemplo- el derecho de autodeterminación.

Pura hipocresía, indecente postureo, cuando son ellos quienes se saltan leyes y constituciones siempre que les interesa. Y lo hacen con todo el desparpajo que supone la tranquilidad del conchabeo con ciertos estratos podridos de la judicatura. Y sobre todo con el silencio o con la aquiescencia del corrupto y omnipresente búnker de los medios.

Cada vez somos más quienes opinamos que una constitución está al servicio del ciudadano y no al revés. Y que por tanto, si una ley impide un derecho humano, como el de plantear libremente una consulta, es rechazable.

Quizás somos pocos los que opinamos así, y probablemente bien añosos. Pero eso no nos puede impedir expresar con rotundidad las verdades del barquero.

Verdades como que la mayoría de los estados -incluso los del primer mundo- están resultando un timo democrático. Y lo que es peor, que se quitan de encima el cumplimiento de los derechos humanos con el uso de la violencia.

Ejemplos: cuando tras promover el expolio bélico y el genocidio de los pueblos pobres, conducen a los refugiados a la muerte y a la miseria.

Cuando ante la rapiña de la banca, arrojan de sus viviendas, con el apoyo de las democráticas porras de los “funcionario de la violencia” a los inquilinos del infortunio.

Cuando los ciudadanos expresan sus necesidades, o sus esperanzas y son machacados por los demonios de las lecheras, de los piolines de los cuartelazos?

Cuando estos estados callan y besan lo inconfesable, ante el robo descarado y las bombas del jactancioso robocop yankee.

¿Qué pretendo con estas reflexiones, probablemente nada originales?

Pues simplemente esperar que a base de repetirlo una y mil veces, estos conceptos vayan cundiendo. Con la esperanza de que de una vez por todas, vayamos perdiendo miedo a desnudar a tantos malditos tabús.