En el fondo, como siempre, una victoria muy amarga, teñida del rancio amiguismo y de la España de peineta que ya apesta a podrido. Una pena que de nuevo haya que recurrir hasta última instancia para el reconocimiento de una víctima cosificada, ninguneada, insultada y olvidada sólo por ser mujer y por salirse de la norma que establece el código machista y patriarcal que llevamos siglos arrastrando y que nos corta la respiración cada vez que levantamos un poco la cabeza.

Una mujer violada, agredida, arrancada de su juventud a golpe de marchito, que no tiene de hombre ni la hache que ni siquiera se pronuncia. Una victoria sí, tan amarga como la bilis que habrá recorrido la garganta de esa muchacha, y de todas las demás mujeres del mundo, cada vez que hemos visto esas sonrisas blanqueadas y esas miradas de superioridad, avivadas por el viento de los medios resguardados en su afán de informar, pero que sólo daban una y otra vez la posibilidad a los agresores de reírse de ella, de todas nosotras. Y una victoria velada por los falsos testimonios, por las conclusiones erróneas y por los aprovechados que se sumaron al carro y enarbolando no sé qué bandera se hicieron oír en sus discursos de pandereta que chirrían hasta en los oídos sordos. Una victoria, esperada y amarga, triste y obtusa, emponzoñada y manipulada, casi también violada.

Una victoria que, a pesar de todo, nos devuelve un poco de paz, de dignidad y de ganas de seguir adelante, luchando y gritando a los cuatro vientos que somos mujeres y que nos merecemos ser mujeres.