El 16 de septiembre de 1998, como consecuencia del Pacto de Estella/Lizarra firmado cuatro días antes, la banda armada ETA declaraba una tregua unilateral, la más importante formulada hasta entonces, y que despertó una enorme ilusión en la sociedad vasca y española de conseguir la ansiada paz. Un mes después, Herri Batasuna se coaligaba con fuerzas políticas que apostaban por vías exclusivamente políticas y pacíficas, como Batzarre, para concurrir juntos a las elecciones bajo la marca Euskal Herritarrok, que superó los mejores resultados obtenidos hasta entonces por la izquierda abertzale. Sorprendente fue el obtenido en el Ayuntamiento de Pamplona/Iruña, donde a punto estuvo de obtener el primer puesto y ganarle a UPN. El acuerdo de Estella/Lizarra había llegado gracias al diálogo emprendido por todas las fuerzas democráticas, excepto el PSOE y el PP. En él se valoraba también, además de una necesaria pacificación, el reconocimiento de los derechos de la ciudadanía de los territorios de Euskal Herria, también de aquel sector adscrito al nacionalismo vasco. Desde la perspectiva actual, observamos que ese pacto representa la clave para entender el fin de la violencia en Euskadi, ya que lo apoyó una amplia mayoría de la sociedad vasco-navarra, máxime que a partir de entonces PSE-EE y Batasuna iniciaron un fructífero diálogo que desembocó en el anuncio por parte de ETA del cese definitivo de la lucha armada en noviembre de 2011, con Rodríguez Zapatero como presidente del Gobierno.

Las resistencias de la derecha española provocaron que aquella tregua de 1998, con el PP en el poder, durase solo un año y sin haber conseguido un final inmediato de la violencia terrorista. Años más tarde, pese a que Aznar había autorizado durante su mandato las negociaciones con ETA, Zapatero y el PSOE recibirían acusaciones gravísimas de haber pactado con los terroristas y de traición a España con motivo de la reanudación de las conversaciones bilaterales. De hecho, una fracción del PP acusó también a Mariano Rajoy tiempo después, con motivo de la aplicación de la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que ponía fin a la doctrina Parot, de haber entrado en el pacto con ETA, acusación delirante pero enunciada o insinuada por personalidades tan influyentes como María San Gil o Jaime Mayor Oreja. Por otro lado, en mi opinión, esa jurisprudencia establecida por el Tribunal Supremo conculcaba el artículo 9.3 de la Constitución española de 1978, además del Convenio Europeo de Derechos Humanos, porque garantiza el principio de legalidad, la irretroactividad de las sentencias desfavorables o restrictivas de los derechos individuales, la seguridad jurídica, la responsabilidad y la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos.

Pese a estos contratiempos y zancadillas la actividad de ETA fue menguando paulatinamente, y tras las masivas detenciones producidas entre 2004 y 2010, se quedó inoperativa y sin repuestos, declaró el cese definitivo de la lucha armada, que cumplió a rajatabla y que culminó en su disolución en mayo de 2018. Y en septiembre de 2019, con el acuerdo no oneroso para ninguna de las partes alcanzado con los 47 abogados y facultativos de los presos de ETA tras el macrosumario 11/13, concluye el capítulo final de esa luctuosa historia de violencia, de represión por parte del Estado y de ilegalidad de la actividad política abertzale. Ahora solo resta agotar el epílogo de este tristísimo libro que representan los más de doscientos presos de ETA, es decir, la llegada del día en que no quede ni uno solo por ese motivo en las cárceles españolas ni francesas. Es de esperar que ese momento no se demore en demasía. En cuanto a los casos sin resolver, tendrá que ser la policía la que alcance el éxito en sus investigaciones. Entretanto, habrá que seguir atendiendo a las víctimas.

El autor es escritor