Estos días leía mensajes de indignación y prejuicio en Twitter: “¡No veré esa película! ¡Los rojos y las subvenciones! ¡Otra película de la Guerra Civil! ¡Esto cansa!”. Y muchos otros mensajes que empleaban expresiones de mal gusto al margen de comentarios haters tan de moda en ese altavoz ruidoso que son las redes sociales.

Y llegó el día que fuimos a ver Mientras dure la guerra, me sentí tan sorprendido como maravillado. La apuesta de Amenábar me había parecido muy interesante y a través de su cine percibí la luminosidad de su propuesta. En principio había ido a ver el filme con más pereza que entusiasmo, sobre todo porque el anterior trabajo del director (Regresión) me había decepcionado enormemente. Sin embargo, tanto la interpretación de Karra Elejalde, así como el desarrollo y el desenlace de la trama me dejaron un gran sabor de boca. Elejalde descomunal de Oscar, Goya y lo que se tercie.

Alejandro Amenábar había tejido una bandera en donde el color era lo que menos había que resaltar, lo inteligente era unir un mensaje de patria para todos, los de un lado y los de otro, y es que parece que lo que está desteñido últimamente es el trapo de nuestros corazones. La guerra incivil se situaba como eje central de la vida del protagonista de la cinta, Miguel de Unamuno y todo lo que le rodeó en sus últimos días envuelto en la oscuridad de un país cruento y gris.

El hombre y sus contradicciones, la España de la discusión con sus divisiones internas de unos y otros, la muerte como solución de nada y la vida apartada bajo la sombra del odio y la cuneta del silencio. España se veía retratada en una conversación sobre un altozano en dirección a Zamora, a las afueras de Salamanca, discutiendo bajo un cartel herrumbroso y tiroteado con ademanes airosos elevando la voz y criticando derechas e izquierdas. Ahí residía nuestro sino, ahí radicaba nuestra asignatura pendiente, a las afueras de la vida, a las afueras de la convivencia sobre un terreno sin dirección.

La España del siglo XXI sigue siendo una España de bandos pero acomodada, visceral y sin profundidad alguna. Un país de políticos que sí que están verdaderamente subvencionados al margen de uno u otro color, una España de palabras que vuelven y se revuelven desagradables porque son de otro tiempo. Palabras como fascismo, rojos, frente popular, vascongadas? Palabras que resuenan sobre un eco de odio y muerte, que producen un olor nauseabundo. Nos equivocamos de pleno si utilizamos una película para destruir y no para construir, tal vez porque intelectualmente estamos en ruinas.

Necesitamos más Unamunos, más reflexión, más profundidad y discusión constructiva desde el respeto, necesitamos dudar, hacernos preguntas. Pretender erigir hoy en día a Millán Astray como una especie de personaje pseudointelectual es tan absurdo como colocar a Unamuno en un campo de batalla, es tan forzado como inútil, no debemos mutilar el pensamiento. Necesitamos higiene moral, los hombres de su tiempo son figuras del pasado que las debemos traer para evolucionar, no para arrojarnos las miserias creando consignas populistas, ya tuvimos bastante campo de batalla.

Indudablemente, el cine es una mentira necesaria, sobre todo cuando está inspirada en la cruda realidad que no solo arroja luz, sino inquietud. Esa tan necesaria para las nuevas generaciones que necesitan más letras, muchas más letras que ericen el cerebro y no canciones que ensalcen la muerte erizando la piel. ¿Acaso somos seres humanos?

Vencerán pero no convencerán, el único convencimiento que tengo ahora mismo es que seguiremos así o iremos a peor? Mientras dure la ignorancia.

El autor es crítico de cine en ‘Cope’ Navarra