Desde que estalló el conflicto catalán, ha resurgido con fuerza la defensa de la Constitución española de 1978, una Constitución que defienden diversas fuerzas españolas, desde la extrema izquierda hasta la extrema derecha. Pero entre estas fuerzas defensoras de la Carta Magna se producen acusaciones mutuas porque no se fían de lo que manifiestan públicamente, sospechando que algunas de las propuestas que unos y otros hacen son anticonstitucionales. Efectivamente, el reconocimiento por unos del derecho de autodeterminación de Cataluña es negado por el resto de formaciones como anticonstitucional. Del mismo modo, cuando otros hablan de acabar con las autonomías o con los conciertos económicos del País Vasco, también se les atribuyen veleidades anticonstitucionales. En medio quedan los que se consideran los auténticos defensores de la Constitución que han asumido sin problemas el constitucionalismo español.

Pues bien, en esta lucha por ver quién es el más constitucional de todos, nadie cuestiona que la Constitución de 1978, así como todas las anteriores, son herederas de la Pepa, la famosa Constitución de 1812, que fue la que le dio la estocada final a los pueblos soberanos de las Españas, por eso ahora estamos recogiendo lo que se sembró hace más de 200 años. Efectivamente, aunque los manuales de historia hablan del constitucionalismo como cambio de sistema de gobierno que en las Españas sustituyó el absolutismo, también tuvo una parte negativa: trascendiendo este cambio, pero en el fondo y a la larga condicionándolo, se llevó a cabo la desaparición de los pueblos de España al ser sustituidos por la nación española, inventada en ese momento ad hoc. Hasta ese momento los españoles lo eran en la medida que eran catalanes, aragoneses, navarros, castellanos, vascos, valencianos o mallorquines, pero desde entonces fuimos ciudadanos de una nación unitaria.

Por eso hay que recordar que, aunque la historiografía oficial -y también la catalana del romanticismo-, atribuye a Felipe V ser el verdugo de las naciones españolas que formaban la antigua Corona de Aragón, no fue exactamente así. Felipe V, sin cuestionar los derechos históricos fundamentales al autogobierno -de ser pueblo soberano independiente de todo otro y dotado de gobierno propio-, las despojó de la libertad de los municipios, de la lengua, de regular los tributos y hacerlos suyos, de tener cortes y parlamento, pero sin privarles del derecho histórico, les cambió la naturaleza de sus instituciones. Mantuvo el autogobierno, pero asumiendo él personalmente las facultades de mando que correspondían a los órganos representativos del pueblo; los estados continuaban existiendo, pero bajo el poder de signo absolutista.

La estocada de muerte de las naciones que componían las Españas la dio la famosa Pepa cuando las borró del mapa político real del país en vez de sustituirlas por la nación española que se inventa en el momento, a la que hay que atribuir la autoría del hecho de la pérdida definitiva de la personalidad política de los pueblos de España.

Las guerras carlistas en el siglo XIX no son ajenas a esta problemática. La historia del carlismo permanece inseparable de la defensa de los fueros o derechos históricos, o sea, de la personalidad política de los pueblos de España que les fue arrebatada por el constitucionalismo basado en la existencia de la nación única española. Por eso, cuando el abanderado carlista, Carlos VII, reintegró los fueros de la Corona de Aragón, el 16 de julio de 1872, en el artículo primero se decía: “la incorporación del Principado de Cataluña, así como la de los demás Estados del Reino de Aragón, Mallorca y Valencia a la Corona de Castilla, es por vía de una unión federativa que les permite conservar su antigua naturaleza, tanto con respecto a las leyes y privilegios, como en territorio y gobierno”. Sin embargo hay que decir que el desbarajuste que produjo la Pepa no es un efecto directo de la naturaleza propia del constitucionalismo, ni sinónimo del sistema basado en la soberanía popular, sino sinónimo de haberse aplicado el presupuesto artificioso de la nación española única inventada en ese momento. Si la Constitución de 1812 hubiera sido la Constitución de las naciones españolas -de las Españas- en lugar de la Constitución de la nación española, el Estado sería hoy el de la España políticamente plural de la que ahora tanto se habla: una nación de naciones. Tendríamos ahora el Estado plural -federal o confederal- en lugar del unitario, y nos habríamos ahorrado desgracias como las que causó ETA y las condenas a prisión a los políticos independentistas catalanes, así como las violencias vividas en Cataluña debidas a la protesta por aquellas injustas sentencias por no querer plegarse a los designios de una Constitución malparida.

Doctor en Historia