Los historiadores suelen dar por cierto que en tiempos de posguerra la vida es tan difícil como en la guerra misma. Sin embargo, cuando hablo con mis amigos de quinta en el pueblo, recordamos nuestra niñez con gran alegría a pesar de que nos esforzábamos más que los chicos de hoy por ser imaginativos en nuestras diversiones infantiles, pues jugábamos a juegos sacados casi de la nada y sin juguetes propiamente dichos.

En lo que se refiere a los primeros 6 años, me divertía hablando con un ser invisible que siempre llevaba dentro, en una especie de desdoblamiento de mi singularidad, que me permitía ser mi propio padre al volver del campo con una reata de mulos tirando de carros hechos con latas de sardinas vacías, unidas con cuerda de segadora, y gritar “¡arre, boisque, sooo!” para guiarlos, torcer su marcha hacia la izquierda o pararlos. Si el juego tenía lugar en compañía, ella era la madre que hacía la compra y se vendía una barra de pan a sí misma como si fuese a otra.

En los años sucesivos, los juegos adquirían una dimensión más social, pues eran entretenimientos de acción que se realizaban en la plaza de la escuela, en forma de persecución individual para el lego o de rescate para el marro, por parte de dos bandos que trataban de llegar a la base contraria sin ser pillados.

Otro pasatiempo era el chis que se practicaba en los soportales del atrio con dos anchas monedas metálicas de otra época denominadas alfonsinos. Un jugador lanzaba la primera de ellas contra una caja de cerillas vacía para hacer caer al suelo las ochenas apostadas que se habían colocado sobre ella. Ganaba el que ponía su alfonsino más cerca de la calderilla esparcida.

Teníamos, además, unos redonchos con los que jugábamos a redonchillar, que consistía en correr agrupados por calles o afueras y, al mismo tiempo, rodar aros hechos con el cerco inferior de pozales usados.

Por último, alalubí era un entretenimiento similar al escondite, muy indicado para la primera hora de la noche, cuando la oscuridad se hacía completa. Se iniciaba con esa voz en grito cuyos ecos en i se repetían en nuestros oídos.

Con todo, a los 10 años nos creíamos unos hombrecitos entregados a los juegos prohibidos de la ligada de cartas y las chapas. Quedábamos en un disimulado rincón del frontón pero, a veces, el empleado del Ayuntamiento nos requisaba los céntimos y naipes del corro por orden del señor alcalde.