En mi calle siempre había afluencia de gente, pero desde que estamos en nuestros refugios antivirales casi nadie transita por ella. En uno de sus extremos hay un negocio frutícola de cosecha propia al que tengo por costumbre ir una vez por semana con el carro de la compra. Hace unos días, en la espaciosa acera frente a la fachada, tuvo lugar un hecho fuera de lo común con cierto interés para ser contado. Era una mañana de baja temperatura cuando me acerqué, con mi carro de ruedas blancas y cavidad de lona negra, hasta enfrente del establecimiento donde cinco personas de cierta edad y rostro severo, colocadas a su arbitrio, pero respetando la distancia prudencial de obligado cumplimiento, esperaban para entrar y ser atendidas. De improviso, mi carro, puesto aparte, empezó a moverse sin dar la impresión de ser impulsado por el viento sino por sí mismo, como si fuera un ser viviente, pues lo hacía con pausados avances y retrocesos propios de un pingüino hembra en celo, tentado por una cohorte de palmípedos polares que lo circundasen y sin dar por hecho que tales vaivenes pudiesen tener fin. Al punto, sentí algo de vergüenza ajena y pensé parar el carro, pero, apremiado por la idea de que tal lance me sirviera, al menos, para entrar en contacto sensorial con los clientes que aguardaban vez, miré con el rabillo del ojo a una mujer, ya que la distancia obligada dificultaba la comunicación oral; ella me correspondió, dentro del silencio, con otra señal cómplice alusiva al hecho.Después, hice lo propio con el resto y obtuve, sin mediar palabra, el mismo elocuente efecto de aprobación. Por lo que entré en la tienda para ser servido y regresé a casa contento de haber arrancado un esbozo de sonrisa final, que el frío viento no pudo helar, a las cinco personas de rostro adusto por haber contemplado la danza no prevista de mi carro.