espués de una vida luchando para sacar adelante una familia, trabajando, criando, aportando a la sociedad, resulta duro contemplar cómo según vamos envejeciendo, tenemos que sobrevivir a ciertos acontecimientos que la vida nos depara como el fallecimiento de seres queridos, enfermedades, disminución de capacidades físicas y mentales o asumir la cercanía de la muerte propia. Y claro está que no es lo mismo para todas las personas de la llamada tercera y cuarta edad. No se vive igual si pasamos los últimos años de nuestra vida conviviendo en familia, si lo hacemos en soledad o, si en el peor de los casos, nos vemos obligados a ser recluidos por decisión propia o ajena en una residencia de ancianos lejos de nuestro entorno, donde sabemos que permaneceremos, al igual que en los cementerios para elefantes, hasta morir. Lejos del lugar donde nacimos, lejos del lugar que habitamos (sea éste un pueblo o una ciudad), lejos de nuestros recuerdos, relacionándonos con nuestros seres queridos sólo en horarios de visitas o en salidas programadas, con una rutina diaria establecida por la institución segregativa en la que permaneceremos y de la que dependeremos para siempre, sin expectativas de volver a salir jamás de ella.

Los geriátricos fueron creados para atender a aquellas personas que excepcionalmente, por enfermedades mentales o físicas, por no tener familia, o por otras circunstancias similares, se encuentran en situación de abandono y de dependencia total ante la falta de autonomía o aislamiento social. El problema surge cuando el recurso a la residencialización de las personas ancianas, se convierte en un hábito del que abusamos ante la falta de otras alternativas. Ha sido un recurso potenciado desde las instituciones y desde una sociedad en la que las personas ancianas se convierten en un problema para sus familias al verse presionadas por un mundo donde los trabajos de cuidado de los cuerpos vulnerables no son reconocidos como trabajo. Un mundo en el que no se han potenciado suficientemente las alternativas para la integración de nuestros mayores fomentando servicios socio-sanitarios que faciliten su autonomía, apoyo económico y profesional a las familias para poder cuidarles en el hogar, sistemas de auto organización comunitaria para que convivan y se apoyen mutuamente en sus barrios o pueblos de residencia, entre otros.

En definitiva, lo que debería ser una excepción y un recurso último a evitar aplicado sólo cuando no cabe otro, y siempre con el objetivo de reducir su uso y limitarlo a contextos de proximidad, se ha convertido en la práctica habitual, siendo cada vez mayor, a lo largo de las últimas décadas, la tasa de ancianos en macrorresidencias y el recurso a la gestión privatizada de las mismas. El resultado lo estamos viendo en las macabras consecuencias que ha acarreado la actual crisis sociosanitaria en las residencias de ancianos. Del total de muertes registradas por coronavirus en España, 19.576 se produjeron en residencias de ancianos, nada más y nada menos que el 69% del total de muertes, es decir, más de 2 de cada 3 fallecimientos. El caso de Castilla-León es si cabe el más sangrante, ya que, del total de fallecimientos por coronavirus en esta comunidad autónoma, el 93,3%, es decir, la inmensa mayoría de las muertes, se han producido en residencias de ancianos, siendo con diferencia el más alto porcentaje por autonomías.

En este sentido, Julio Llamazares, en un artículo publicado en El País, ha sido uno de los pocos periodistas que ha cuestionado el modelo de atención a la población anciana: "no he visto a nadie que plantee dudas sobre la existencia misma de esas residencias y sobre la necesidad de cambiar el modelo de cuidado de nuestros mayores en una sociedad desarrollada y con posibilidades de hacerlo de otra manera". Y se pregunta: "¿No hay otra forma de afrontar los últimos años de nuestras vidas que almacenados en edificios que, salvo en casos extremos de dependencia física o psíquica que necesitan de ayuda profesional, no dejan de ser guarda viejos almacenes para personas sin esperanza de vida y menos desde que se ingresa en ellos?... ¿No se puede encarar la vejez de otra forma que condenándonos a todos (porque todos seremos viejos un día si antes no nos quedamos por el camino) a pasar los últimos años de nuestra vida apartados de la sociedad?".

Sin embargo, siempre estamos a tiempo de nadar en otra dirección con el fin de construir una sociedad donde las personas mayores quepan y aporten su incalculable capital material y simbólico para hacer posible una sociedad más inclusiva, justa y humana. Para ello, es muy importante desenmascarar el discurso oficial y mediático que, una vez más, culpabiliza a las familias y a las propias personas ancianas diciendo que son quienes demandan el confinamiento de sus mayores en los geriátricos, cuando este discurso, lo que trata de ocultar, es la dejación de responsabilidades por parte de la administración, la potenciación del negocio privado de las residencias, y la falta de apuesta por modelos de integración fundamentados en la autonomía de las familias y de las personas ancianas en la etapa final de su vida.

El autor es doctor en Sociología y profesor de Política Social en la Universidad del País Vasco