He encendido el ordenador para buscar no sé qué en Google y me ha salido un enorme arcoíris en la pantalla del ordenador como si la lluvia de la calle se me hubiese colado en él. Me he acordado de la esfera de Pascal cuya circunferencia está en todas las partes y su centro en ninguna, o al revés, y he empezado a escribir olvidando para siempre lo que iba a buscar.¿En dónde carajo pincha Dios la punta del compás para componer esa circunferencia gay que el sabio Borges llamó los colores del perdón? ¿Y para qué? ¿Qué separa, el cielo del infierno, la lluvia del sol, la tempestad de la calma? ¿Es la portería para los malos arietes del dicho, es la puerta mágica para conseguir un deseo que nunca lograremos traspasar por muy deprisa que corramos porque tanto o más correrá él? ¿Lo que asoma por encima de la tierra es la parte superior del último signo de interrogación? Sí, eso será, porque la respuesta, amigo mío, como dijo Dylan, está en el aire, aunque él dijera en el viento. ¡Cómo pretender que no nos engañen nuestros pensamientos cuando lo hacen nuestros propios ojos! Los colores tan sicodélicos del arcoíris no son de él, ni tampoco de la descomposición de la luz ni del adorno caprichoso de Dios. Son nuestros. Es la interpretación visual que hacen nuestros ojos de unas superficies reticuladas, pasivas, que conforman los objetos, y unas onduladas y dinámicas corrientes de partículas infinitesimales que golpean o traspasan dichas superficies y vuelven reflejadas hasta nuestros propios ojos. Nuestro órgano visual convierten esas aburridas líneas en mágicas superficies de color que nos alegran o entristecen, que nos asustan o nos dan felicidad. Así que en esa naturaleza exterior y ajena a nuestro cuerpo se derrama mucho de nosotros, mucho de nuestro interior. La naturaleza externa a nuestro envase, no es tan extraña ni tan ajena porque parte de ella, el color, es nuestro, nos pertenece, es la interpretación que nosotros hacemos de lo que nos llega. Por eso, en lo exterior, aunque parezca imposible, también estamos nosotros, aunque no nos lo creamos. Cuando escuchamos cantar a Sabina "cómo pueden caber tantos besos en una canción", no podemos dejar de creer que tampoco pueden caber tantos kilómetros cuadrados de espacio infinito en nuestra pequeña cabecita. Ni siquiera deberían poder pasar tantos rayos refractados a la vez a través de nuestra ínfima retina, porque no es toda la pupila sino sólo el diez de su diana. Juntos y a la vez, todos esos rayos son mucho más que un camello y la retina nada más que el ojal de la aguja perdida en el pajar de nuestro desconocimiento. Queremos desentrañar los secretos que se esconden en Marte y apenas podemos poner lógica a lo que sabemos de nosotros mismos.