El término "perfecto", que significa "totalmente hecho", por su origen latino, designa lo "ideal" en el sentido de valor máximo, lo que no sucede en algunos casos concretos que, solo por exageración, se llaman así. La diferencia con "perfeccionista", aplicado siempre a personas, es relativa por lo que, a veces, aparecen valoraciones contradictorias. A este respecto, recuerdo que un día cayó, en mis manos de "ratón de estanterías", el libro de Kevin Leman, titulado Cómo educar a los hijos sin hacerles daño, el cual me sirvió de apoyo en mi vida profesional y, también, en la familiar porque nunca nos han enseñado a ser padres. En consecuencia, voy a tratar de utilizar las experiencias de este escritor y educador para exponer, con cierta libertad, algunas de sus conclusiones sobre la importancia de la autoestima en los adolescentes, el dañoso perfeccionismo y la excesiva permisividad de los padres, con la esperanza de que el primer trimestre escolar, siempre tan prometedor, haga olvidar las miserias acaecidas en los segundos tres meses del curso pasado.En efecto, según este investigador pedagógico, nada es tan primordial para los padres como una imagen positiva en sus hijos y un digno nivel de autoestima, pues esa doble disposición les ayuda a sentirse satisfechos de sí mismos y a estar bien con los demás. Sin embargo, el elogio continuo y la subsiguiente remuneración de premios ofrecidos por un logro estudiantil, los transforma en "buscadores de recompensas", pues los jóvenes necesitan estímulos como una planta el agua, pero no elogio y generosas dádivas que, de repente, intensifican su actitud y, a largo plazo, les confunden hasta parecerles incoherentes. En esas condiciones, no es de extrañar que, cuando sobreviene el fracaso o las malas notas, los padres que se han mostrado espléndidos en elogios exagerados, hagan un recuento retrospectivo de sus palabras y frases elogiosas, al estilo "eres un campeón" y las sustituyan por otras menos enfáticas pero más provechosas como "¡Buen trabajo!, ya sabes que valoramos tu esfuerzo".Por lo tanto, estímulo, sí; elogio, no, porque convertimos a "pequeños hombrecitos" galardonados, en perfeccionistas de alto grado y, cuando se tropiecen con otros superiores a ellos, la presuntuosa vanidad les hará pagar su merecido impuesto por emprender la ruta del perfeccionismo.