na epidemia se convierte en pandemia cuando se producen contagios en más de un continente y los casos ya no son importados sino provocados internamente por transmisión comunitaria. No hacen falta grandes reflexiones para darnos cuenta de que, junto a las consecuencias sanitarias, crece de manera preocupante el número de personas que engordan la lista de la exclusión social en forma de paro, depresiones, marginalidad€, lo cual va minando la capacidad de respuesta a la adversidad.

Algunos recuerdan que el significado primario de crisis es decidir (de crisis viene criterio) ante algo que no funciona. La crisis nos obliga a pensar y decidir. Es en los momentos de fragilidad cuando el ser humano crece, madura y saca lo mejor que tiene. Pero ante el número creciente de excluidos sociales pese al esfuerzo institucional y de las organizaciones solidarias, lo cierto es que su fragilidad puede darnos luz además de retumbar su clamor de justicia en nuestras conciencias.

La fragilidad de los que sufren es un elemento incluso evolutivo, como repiten los científicos, ya que un sistema demasiado perfecto se vuelve pronto muy rígido en todos órdenes de la vida. El colectivo de los más frágiles y vulnerables nos humaniza como ningún otro cuando les acogemos en su necesidad. Y en la medida en que ignoramos su necesidad, su sufrimiento, eliminamos todo sentido a la vida al tiempo que nos endurecemos y predisponemos a que otros hagan lo mismo con nosotros.

La indiferencia y desinterés en devolver la dignidad vital a quienes malviven en las cunetas de la sociedad nos deshumaniza porque ciega las fuentes de lo mejor del ser humano. Los que carecen de lo esencial -trabajo, salud, esperanza€- son, sin saberlo ellos, quienes extraen lo mejor del ser humano cada vez que nos implicamos en su debilidad para paliarla mediante escucha, compañía, atención, medios. El desarrollo, si quiere ser auténticamente humano, necesita hacer sitio al principio de gratuidad. Todos los seres de la naturaleza se dan: las flores, las plantas, la luz del sol, el agua en el río... solo pueden irradiar lo que son en el escenario del mundo: no guardar nada para sí mismos.

No hay partes inútiles en la evolución. Aceptar al otro como igual vence el miedo egoísta al tiempo que la ayuda prestada se convierte en una ayuda a nosotros mismos transformada en crecimiento personal y paz interior. La tarea en una pandemia como ésta es estar atentos a la posibilidad de aliviar el sufrimiento, cada cual desde su capacidad y situación. La misericordia era ajena al mundo clásico griego, pero nosotros hemos avanzado mucho desde la experiencia de acoger a quien sufre como lo que es, verdadera sabiduría. Para un cristiano, la aventura de la fe es la aventura del amor. Josef Blank afirma incluso que, en la religión de Jesús, el prójimo toma el puesto de la ley. Pero no es un tema exclusivo de las religiones, ni mucho menos; existe una ética laica basada en un gen capaz de llegar al heroísmo, por ejemplo, cuando arriesgamos para salvar a alguien que se encuentra en peligro sin casi pensar en las consecuencias. Este tipo de experiencias son las que dan la medida más elevada de un ser humano.

No hay personas con más valor que otras, todas tienen los mismos derechos humanos para desarrollar sus capacidades, aunque no sean las más listas o las mejor preparadas, ni tengan la salud de hierro o su autonomía no sea muy elevada. Porque, si pensamos lo contrario, ¿dónde ponemos el listón?, ¿dónde decidimos desatender y descartar?, ¿en los muy ancianos, los discapacitados, los enfermos pluripatológicos que consumen muchos recursos públicos? Excluir a los que sufren es excluir la dimensión del amor, que es la palanca de transformación más importante con que contamos los humanos. Sin entrañas de verdadera humanidad nos convertimos en seres discapacitados de verdad, descentrados de nuestro mejor ser.

Qué curioso, ahora estamos poniendo en valor con las restricciones todo aquello que hace poco pasaba desapercibido, por obvio, sin valorar su importancia que ahora apreciamos tanto. Algo debemos aprender, algo debe cambiar a partir de esta pandemia que ha puesto sobre la mesa una situación que nos ha cogido a todos con el pie cambiado, ricos y pobres. Lo curioso es que, si no somos solidarios frente al virus, no podremos atajarlo ni curarnos todos, pobres o ricos. Se hace necesario ver la vida de otra manera, y es en la fragilidad de los más vulnerables donde la vida muestra el mejor camino.