ostienen reputados científicos que sufriremos pandemias sucesivas con cierta periodicidad. Esta aseveración en sí misma debería transformar nuestra mentalidad y nuestra manera de relacionarnos con los demás, porque de ahí se deduce que quedarnos con los brazos cruzados esperando temerosos a que se pase la pandemia es un error. Aunque gracias a las diferentes vacunas lleguemos a una situación de inmunidad grupal, no podremos dejar de preguntarnos constantemente si no nos acecha en el horizonte próximo un nuevo virus infeccioso tan letal como el coronavirus. Habrá quien no sea consciente de esto; un porcentaje importante de jóvenes (de todas las edades) se rebela contra la situación negando la realidad y actuando en función de una socialización que tiende a la alineación y que busca una disolución del yo en una proyección hacia los demás, tal vez porque la conciencia de sí mismos no les resulta agradable o ni tan siquiera soportable. Que en la casa de sus padres no puedan hacer lo que desean no justifica que persigan las reuniones sociales más nutridas. Esto no es óbice para que reconozcamos que muchos jóvenes demuestran poseer un grado de madurez y un sentido de la responsabilidad claramente loables, y que las reuniones tumultuosas de adultos en los domicilios privados también se han saltado las recomendaciones sanitarias, a pesar de las graves consecuencias para la salud de los demás y para la economía. Por tanto, dado que esta situación no parece provisional, urge que nos amoldemos a una nueva normalidad porque la pauperización social no es en absoluto deseable, con gran respeto a las normas de las autoridades sanitarias apoyadas en la ciencia en cuanto que la sanidad pública también se ve perjudicada sobremanera. Ya lo vemos en las carencias en la Atención Primaria y en el tratamiento deficitario de otras patologías, pese a la enorme y estresante saturación en el desempeño profesional de las y los sanitarios.

Todos los sectores económicos y aspectos de nuestra existencia se verán afectados porque las circunstancias de nuestra realidad no van a ser ya nunca iguales a las de antes. Y, en cierto modo, como quien intenta sacar un bien del mal, tal vez consigamos convertir en consecuencias positivas lo que a todas luces parece una tragedia, porque la situación a la que estábamos llevando al planeta con nuestro consumismo desenfrenado e irresponsable es lo que nos ha traído hasta aquí. Es vergonzoso que los fondos marinos estén llenos de plásticos y de basura, que los desperdicios y restos del consumo humano llenen hectáreas y hectáreas de terreno, que el aire de nuestras ciudades sea irrespirable, que hayamos reducido tantísimo el número de especies animales, que el espacio de las selvas y bosques se esté estrechando vertiginosamente, con el consiguiente avance de la desertización, y que la fauna y la flora se vean invadidas por la actividad humana hasta el punto de cercenar el derecho de los animales a su hábitat natural, cuando no el de los grupos humanos que habitan allí desde hace milenios. Pese a todas las advertencias, la maldita avaricia, como siempre, ha constituido nuestra pulsión mientras con risas tremebundas y soeces nos burlábamos de los más desfavorecidos, de los diferentes, de los enfermos, los débiles, los pobres, los solitarios€ rechazando mostrarnos solidarios con nuestros semejantes. ¿Será que el ser humano solamente es capaz de alcanzar profundidad en su concepción de la existencia y de su propia naturaleza por medio de la tragedia? ¿Será que para advertir el sufrimiento del otro tenemos necesariamente que sufrir también nosotros? Por lo menos, confiemos en nuestra capacidad de reflexión y de aprendizaje, aunque luego veamos que una minoría (no necesariamente marginal) se muestre incapaz de recapitular. La sociedad en su conjunto está mostrando un comportamiento ejemplar, algo que por sí mismo resulta esperanzador.

El autor es escritor