Los sueños han constituido, en todas las culturas, una de las preocupaciones humanas más inquietantes y desconocidas, a juzgar por los escasos vestigios de antiguas civilizaciones que los consideraban misterios y solamente daban crédito a los transmitidos por hechiceros y jefes con respecto al destino de su población. Se les atribuye la función insigne de ser indispensables para la vida, hasta el punto de que, si se privara a una persona de soñar, podría morir, incluso en estado de buena salud, sin otra causa mortal que dicha privación: idea que adquirió en mí un valor relevante desde que tuve conocimiento de ella. Algo similar me pudo suceder, a lo largo y después del confinamiento, cuando uno de los temas más comunes de conversación entre familiares y allegados era que los sueños habían ido en aumento tanto en intensidad como en frecuencia durante la obligada reclusión. Lo cual coincide con la opinión de fisiólogos del sueño cuando sugieren que hay una relación recíproca entre el mismo y la realidad, de tal manera que si se dan las circunstancias de conexión convenientes, las dos partes actúan si no de causa y efecto, al menos de ocasión propicia para que se produzca la función reguladora de mantener el equilibrio del organismo ante tantas presiones de que está hecha la vida. Precisamente por ello me gustaría saber si este tipo de acciones concomitantes hubieran podido esclarecer mis ensueños en algunas noches del forzoso aislamiento, cuando un gran número de gérmenes inmundos en forma de pilongas coronavíricas, con púas en sus extremidades, asediaban mi espacio, aguijoneaban mi anatomía y enervaban mi agitada sobreactividad mental con dudas, temores y otras conmociones perturbadoras que me dejaban rendido de cansancio, sin poder conciliar el sueño reparador de Morfeo.