En aquella extraña ley de partidos que se aprobó en el Congreso para impedir la legalización de la izquierda abertzale que tantas dudas despertó en los círculos progresista del Estado español y Europa se prohibía todo lo que le beneficiara. Era la conocida “justicia del enemigo”. Con aquella ley del embudo no podría haberse legalizado ni la UCD fundada por el jefe del Movimiento, Adolfo Suárez. Pero los legisladores olvidaron ilegalizar a los partidos en el poder que se demostrara que se financiaran a través de comisiones de constructores de obras públicas a los que el gobierno otorgaba contratos que les permitían disponer de medios ilimitados y en B para pagar sobresueldos al presidente, a ministros y responsables de instituciones esenciales. Con esos fondos opacos acometían obras sin declarar ni pagar IVA en su sede central y en las autonómicas o provinciales. Además, permitía a los sucesivos tesoreros, todos ellos procesados por delitos económicos, poco a poco ir haciendo su patrimonio particular a buen recaudo, oculto en una tupida red de sociedades a base de testaferros a través de ingeniería financiera en paraísos fiscales, mientras sus propietarios reales hacían ostentación de patriotismo. Pero es que su campo de actuación no tenía límites, pues participaron en la financiación de un medio de prensa en el que se defendía ideología de extrema derecha que apoyaba la tesis de la autoría del atentado del 11-M a ETA porque ello favorecía al gobierno en las elecciones a pesar de todas las evidencias contrarias, lo que finalmente les costó perder las elecciones que las encuestas le daban ganador. Esta es la historia en la que se hallan los dirigentes del PP los últimos 30 años en un proceso ante los tribunales que constituye el espectáculo grotesco que los medios de difusión mundiales no son capaces de desentrañar. Pero solo es ruido, todo acabará como en Sicilia.