uando el escocés JM Barrie creó Peter Pan, tal vez sospechó que, como en una masiva clonación, su personaje se extendería por todo Occidente logrando la infantilización de una parte importante de la sociedad. El largo y tortuoso camino que ha recorrido el ser humano a lo largo de los siglos en su lucha por conseguir libertades ha dejado un indeleble reguero de altruismo, dolor y sangre. Este valioso legado llega a las manos de una sociedad inmadura, en la que mengua la capacidad de asumir responsabilidades, mientras se demandan más derechos y se vive como hostigamiento el deber de desarrollar el pensamiento analítico e introspectivo.

En este enorme parque infantil, tan desierto de valores, surgen los populismos, produciendo falsos y paradisíacos espejismos de peligrosas consecuencias. No queremos ortigas en los senderos, solo hierba verde y fragancia de flores. No aprendemos a poblar la soledad ni a buscar nuestra realidad vital en los recovecos del alma. En esta sociedad superficial que se pliega a pasiones hedonistas y nihilizantes, en la que "todo el mundo ve lo que aparentas ser, pocos experimentan lo que realmente eres" ( Maquiavelo), la cultura del pensamiento involuciona y, paralelamente, avanza el síndrome de Peter Pan; mientras en las fumosas chimeneas de la política se están quemando valiosos paradigmas del pasado, el laconismo intelectual se suple por burdas imprecaciones, con oratoria mudadiza al servicio de promesas electorales. Los programas de televisión en los que se despelleja y se muestran las miserias del ser humano son de interés creciente, y, en respuesta al mantra de la pandemia saldremos mejores, añadimos al mar millones de mascarillas, como si de camelias se trataran, entre cacareos de ecología, sostenibilidad, planeta limpio y biodiversidad.

Nuestros políticos procrastinan y miran de soslayo sus inherentes deberes, que siempre han de ponerse al servicio de la colectividad humana. En esta sociedad infantilizada y temerosa, presidida en todas las facetas de la vida por el miedo al miedo, se busca un estado protector que nos arrope y nos lea cada noche el correspondiente cuento de apacible sueño. Una sociedad que precisa el endurecimiento de la ley para lograr el civismo de los ciudadanos está en riesgo de promover el totalitarismo. El miedo a la libertad, libro publicado en 1941 por Erich Fromm, ponía de manifiesto cuestiones que, en su negativo avance, nos están llevando a encontrarnos al borde de arenas movedizas en las que pueden sucumbir gran parte de nuestras libertades.

La progresiva secularización de nuestra sociedad incrementa el miedo a la muerte y explica la disminución del altruismo, poniéndose en evidencia que, parte de él, esperaba su recompensa individual. La red de internet, esa magnífica herramienta, que es a la vez mantis religiosa y nuevo becerro de oro, tiene, como preocupante efecto secundario, la capacidad de fagocitar el tiempo necesario para la reflexión y el esfuerzo solidario. Vivimos el culto al cuerpo y a la juventud como un escapismo de la vejez, a la que pretendemos ignorar. El síndrome de Wendy, que culturalmente fue más frecuente en el sexo femenino, y caracterizado por la necesidad de satisfacer los deseos de otros, arraiga con fuerza en los ancianos, como último asidero de una convivencia útil en su entorno familiar. La triste inmadurez de una sociedad que huye de cuanto hace sombra o estorba va forjando en nuestros mayores, como si de un precepto religioso se tratara, la idea de no molestar ni interferir en la ciega felicidad de las personas amadas. De esta suerte, los ancianos, en su exilio sentimental, buscan como último horizonte la paz de las residencias donde, al abrir la ventana, el canto del mirlo y el aire fresco de cada mañana les sigue conectando con la vida. Nos decía Marco Aurelio: "la vida de un hombre es lo que sus pensamientos hacen de ella". La perspectiva diacrónica de la historia ha de hacernos reaccionar y alentar el sentido de la virtud y la reflexión, buscando una mayor humanización de lo humano. De lo contrario estaremos siempre a la intemperie, viendo precipitarse nuestros valores en caída libre, hasta que Atlas se canse de sostener el mundo.