Hay virus que tiran el pan bien encajado bajo el brazo. Las crisis y las guerras se encargan de llevarnos, al anunciarse otro día carenciado, a esas formaciones decorosas. Para completar nuestra aventura en la tierra, nosotros/as también tendremos que vivir ese agujero en el estómago. Aunque sólo sea para hacer nacer un corazón solidario, habremos de sentir ese hambre desnudo, sin chicle de fresa ni anestesia de limón. Para completar nuestra experiencia vital sobre esta escuela de conciencia que representa nuestro planeta, una mañana vestiremos gafas negras o nos taparemos con una ancha capucha. Clavaremos en el asfalto nuestra mirada pudorosa. Llamaremos con tímidos nudillos a una de esas ventanillas generosas. En alguna vida, no necesariamente en ésta, nosotros/as también nos pondremos a esa cola que apellidan del hambre. Una fría y temprana mañana rodará, especialmente ruidoso, nuestro carrito y no iremos al supermercado, no pasaremos por ninguna caja registradora. Sobrarán los códigos de unas barras siempre dispuestas a separarnos. El agujero del hambre nos unifica. El supremo respeto que les otorguemos a quienes ahora les toca hacer la cola, es el que a nosotros mismos nos debemos. Nadie busque votos para su carrera política contra esas colas dadivosas.