o sé si lo habéis pensado alguna vez, cuando llega el atardecer y las calles huelen a la sal del mar -o al cloro de la piscina-, cuando corre una ligera brisa -aunque sea bochorno- y a pesar de la hora que marca tu reloj, tan sólo una chaqueta te basta para recorrer las calles. Huele a verano. No sé si sabéis de qué sensación hablo exactamente, cuando una cerveza, después de cenar, se alarga en una terraza junto a un par de amigos. Cuando las voces llenan las plazas, que huelen a pescaíto fresco en el sur -en el norte no os sabría decir a qué huele ¿a chistorra?- y se oye el brindar de dos copas de vino. Huele a verano y no hay fragancia que más nos guste. Cuando caminas por la calle sonriente, con unas bermudas o con un vestido de flores, que se hace el remolón, se menea y baila torturándonos a los que caminamos a vuestro lado. Cuando te pones tus gafas de sol, tu pantalón corto, tu camiseta de tirantes y un helado a juego.

Y es que llegan las mañanas a través de las persianas de tu habitación, cuando miras por la ventana y el termómetro te reta a salir al asfalto ardiente o a navegar por la arena de la playa o el césped de la piscina. Y en las comidas no falta una ensaladilla rusa, un poco de salmorejo, un gazpacho fresquito, una paella o el helado de limón que hace tu abuela. Por las tardes, la siesta no se hace esperar, desde luego, a la sombra. Unos pocos se balancean en un par de hamacas en el jardín de casa, otros optan por la toalla en la piscina o en el mar, con un sombrero de paja para sortear los rayos de sol. Otros, sencillamente, se abandonan al sofá hasta que el calor dé un respiro a la tarde.

Tardes en la terraza, sin prisas, con los vasos vacíos invadiendo la mesa y las risas escapándose por allí y por allá. Tardes en la plaza del pueblo, con los de siempre, comentando las jugadas del invierno y jugando a las cartas viendo las horas pasar. Con reencuentros imprevistos y viejos amigos que se dejan caer de vez en cuando, con muchos planes por hacer para un verano de posibilidades y de altas expectativas acertadas. Un verano que, cada año, recolecta recuerdos para el invierno. Tardes de piscina, de aguadillas, de moreno al sol o de rojo en la ducha. Tardes de mochila al hombro, de retos en la montaña y kilómetros que te enseñan un paisaje desconocido, de días con olor a tierra y noches iluminadas por hogueras. Tardes de playa, de arena en el bolso, en la ropa, en las zapatillas, pero y qué más da. Tardes jugando a las palas, peleándote con las olas del mar, y de duelos con las gaviotas. Enterrando a amigos en la arena y robando besos entre las rocas. Tardes de libro entre las manos a la sombra de un árbol o de pasos a la deriva en el paseo marítimo. Tardes de flashes en la casa del vecino, de puertas abiertas en cada casa y saltos de tapias de una casa a otra porque llamar al timbre era algo que se hacía mucho más costoso.

Verano de viajes. De días con los colegas muy lejos de casa, de líos y más líos, fiesta y pocas horas de sueño. De amores de verano. Que llegan y se van, que nos vuelven locos y nos devuelven la cordura, que se agotan como los segundos en una cuenta atrás, como los días que nos quedan cerca, hasta que llegue septiembre y no nos cuadren los cálculos. Y también verano de desamores, cuando el calor hace que se nos derritan las ideas y al llegar el frío nos preguntemos si no nos dejamos llevar por el viento que llegaba del sur. No sé si lo notas pero, ya huele a verano. Y no sé qué nos espera, tal vez más asfalto de lo que nos gustaría pero, desde luego, nos propone experiencias inmortales en nuestra memoria. Tú sólo déjate llevar, y cuando suene la música en la plaza, deja que sean tus pies los que se muevan sin tregua. Ya tendremos invierno para descansar.