El verano, época de vacaciones y disfrute por autonomasia, se ha convertido estos dos últimos años en un periodo extraño y complicado a causa de la maldita pandemia. En vez de recuerdos entrañables de playa y paella, lo que guardamos en nuestro corazón son restricciones y temor al contagio.Este año, además, como si de inesperada profecía de Nostradamus se tratara, hemos asistido a un sinfín de desastres que nos abocan a reflexionar hacia dónde avanza el ser humano, o lo que es peor, a preguntarnos si realmente avanzamos: inundaciones devastadoras, muertes de emigrantes en medio del Mediterráneo, incendios gigantescos, terremotos, inquietante resurgimiento talibán, etcétera.Dios, Alá, quien sea, si es que existe, no tiene nada que ver con todo ello. Es nuestra propia estulticia, la estupidez humana, la que nos ha conducido a esta terrible y demoledora situación. Porque, ¿cómo es posible que, mientras una madre africana clama y llora por la muerte de su bebé, engullido por las aguas marinas, tengamos nuestros ojos e intereses puestos en la pérdida de un astro del balompié?Una de dos: o nos tomamos en serio esto de la Tierra como cosa común a cuidar y compartir entre todos o nos extinguiremos sin tardar mucho y sin necesidad de ningún tipo de bomba de hidrógeno.