De joven, cuando iba los veranos a Alemania a estudiar el idioma decía que era cubano porque era partidario de la Revolución de Fidel Castro y El Che y porque sentía vergüenza de Franco. En aquellos tiempos de posguerra casi todos los alemanes eran nazis, unos veladamente, otros sin pudor. Cuando se enteraron que era español me expresaron su satisfacción pensando que me halagaría. Argumentaban que una dictadura era el sistema de los pueblos que luchan por recuperar la dignidad perdida y baja autoestima. Se referían a la humillación que les supuso el Tratado de Versalles impuesto por las potencias vencedoras en la Primera Guerra mundial que dio origen al Tercer Reich, el triunfo de Hitler y que provocó la Segunda Guerra Mundial. Uno de los veranos, de vuelta a Bilbao, al llegar a Hendaya, al revisarme la policía el pasaporte para comprobar si había estado en "URSS y países satélites", según un sello impreso que lo prohibía, apareció uno que me pusieron los VOPOS en la Brandemburg Tor que mostraba mi estancia en Ost Berlin. Me abrieron expediente en el Tribunal de Menores y unos funcionarios de aspecto siniestro me sometieron a duros interrogatorios durante más de un año. Me sentenciaron a una multa de 250 pesetas y me impidieron presentar a los exámenes de junio y setiembre siguientes. Además, en mi libro de escolaridad aparecía una diligencia que me definía como un delincuente. Alguna mente enferma relataba que había convivido en un Kolping con estudiantes cubanos de la Universidad Alexander Humbolt y otras aventuras de las que me siento orgulloso. No tengo para olvidar la Schützenfest a la que me invitaron los nazis nostálgicos cargados de cerveza y snaps cantando Horst Wessel Lied, Erika y basura militar esperando la vuelta del Führer. Disimulé hablando con acento cubano y me felicitaron por pertenecer a "una nación que conserva la dignidad". Me marché asqueado, después del susto que se llevaron al decirles confesarles mis simpatías por Cuba.