La noticia sobre la primera eutanasia en mi comunidad me emociona y desconcierta a partes iguales. Me emociona por el logro que supone en cuanto a los derechos individuales, en este caso el derecho a decidir libre y conscientemente cuándo morir ante un sufrimiento físico o psíquico intolerable por padecer una enfermedad grave o incurable.Y me desconcierta al mismo tiempo por la dificultad en asumir que una persona quiera dejar de vivir, por nuestra incapacidad de aliviar su sufrimiento hasta el punto de renunciar voluntariamente a lo más preciado que tenemos, la vida.Esta noticia me hace reflexionar sobre cómo se enfrentaron a la muerte mis queridos padres: mi religiosa madre aceptando su inesperado e inevitable final mientras se consumía y, por el contrario, mi racional padre susurrándome que le dejase morir, ante mis lágrimas, por la impotencia de cumplir sus deseos en ambos casos, y la pérdida irreparable que para mí suponía.Con los años pienso que quizá mi planteamiento fuera egoísta, que quizá, del mismo modo que cuidé y acompañé a mi madre, amar a mi padre hubiera sido ayudarle a morir con todas las garantías legales y médicas que esta normativa permite. Quizá el verdadero acto de amor es acompañar y apoyar al enfermo en la elección que libremente tome, porque si pienso en mí misma, en un futuro muy lejano, yo quiero poder decidir.